Auditorio Rocío Jurado, Sevilla. 5 de octubre de 2018.
José María Sanz, Loquillo o el Loco para usted y para mí, celebra 40 años sobre los escenarios. Un aniversario enorme y del que pocos (¿nadie, quizá?) pueden presumir en nuestro país. Menos todavía de alcanzarlo sin interrupción en la dinámica disco-gira y, desde luego, nadie con la dignidad y repunte de popularidad que Loquillo ha conseguido en la última década. Un momento dulce para un rocker y una banda que, en las primeras filas de sus conciertos, congrega ya a los nietos de aquellos padres vigilantes que lo miraban tan mal en uno de aquellos himnos primigenios (y ya intergeneracionales), El ritmo del garaje.
1978 llegó con vocación de cambio. España estrenó una Constitución que quizá arrastraba las rémoras que ese mismo año Luis García Berlanga plasmó en aquel ácido retrato del tardofranquismo que fue La escopeta nacional, mientras el cine español aún producía comedias llenas de buenas intenciones pero algo acomplejadas como ¡Vaya par de gemelos! con Paco Martínez Soria. En Italia Ermano Olmi continuaba con El árbol de los zuecos (L’Albero degli zoccoli) la senda de Bertolucci en Novecento y de los hermanos Taviani en Padre Padrone, y en Francia se aceptaba la homosexualidad con bromista naturalidad en La jaula de las locas (La Cage aux folles, de Édouard Molinaro). Desde Estados Unidos llegaban denuncias estremecedoras de las secuelas psicológicas de la guerra en El cazador (The deer hunter, de Michael Cimino) o de los abusos en cárceles extranjeras en Midnight Express de Alan Parker.
Los periodistas alemanes Kai Hermann y Horst Rieck descubrían el drama de la desestructuración familiar, la droga y la prostitución a través de la dramática experiencia de Christiane F. (Christiane Vera Felscherinow) en Los niños de la Estación del Zoo, que terminó convirtiéndose en película con música de David Bowie una década antes de que los vaivenes de la moda decidieran estilizar el heroin chic.
Musicalmente era ya un mundo sin Elvis y The Band se despedían bailando El último vals (The Last Waltz, de Martin Scorsese). Un gato pachuco llamado Willy DeVille saltaba por los tejados del West Village neoyorquino y grababa Return to Magenta, a la vez que Johnny Thunders hacía lo propio con So alone. En plena new wave con This year’s model de Elvis Costello y Outlando’s d’amour de The Police, el tercer álbum de The Jam proponía un revival mod mientras Ramones, AC/DC y The Clash seguían haciendo de las suyas con Road to ruin, Powerage y Give’em enough rope respectivamente. En España, despuntaban atrevidos de la nueva era como Leño o Burning y veteranos como Lone Star o Los Sirex seguían dando guerra.
En medio de tan estimulante y prometedora influencia, un joven de Barcelona subía al escenario de la Sala Tabú de Las Ramblas para versionar estándares de rock. Entre los estrenos cinematográficos de aquel año también figuró el musical Grease, donde John Travolta y Olivia Newton John ejercían de adolescentes de instituto dando una visión edulcorada del rock and roll way of life que chocaba contra la autenticidad rebelde de Marlon Brando en Salvaje (The wild one, 1953). Ese mismo joven barcelonés también habría de participar en un asalto a una sala de cine para boicotear el estreno del musical, iniciando así la narrativa épica que toda estrella del rock debe preocuparse de generar para forjar su leyenda.
1978 fue el año en que José María Sanz Beltrán dejaba atrás su nombre y apellidos para recorrer un largo camino bajo un diminutivo que nunca ha sido sospechoso de resultar pequeño: Loquillo. Un camino que ya dura 40 años y que, con cimas y valles pero sin interrupción, ha sorteado baches y precipicios para poder celebrarlo con el orgullo que merece tal ejercicio de inédita supervivencia rockera en España: «40 años de Rock and Roll Actitud».
Toda una vida. Nuestra vida. La de varias generaciones.
La gira que celebra el 40 aniversario de Loquillo, «40 años de Rock and Roll Actitud», arrancó por todo lo alto el pasado viernes en el Auditorio Rocío Jurado de Sevilla. Casi tres horas de música con una propuesta visual pensada para tocar la fibra de los más fieles y despertar las emociones de cualquiera. Quizá el repertorio elegido para tan significativa celebración peque de conversador si lo comparamos con el setlist que quedó registrado en Las Ventas en septiembre de 2016, y esquive algunos periodos no incluyendo tantas sorpresas como desearíamos (aunque posiblemente lo haga a medida que avancen las fechas)… Pero basta con fijarse en los pequeños detalles sobre el escenario (más allá de las pantallas) y descubrir los arreglos enriquecedores que dan aún más cuerpo a las canciones, las sensaciones que transmite una banda que aunque parezca increíble suena todavía más sólida y contundente que hace un año y, sobre todo, la actitud y seguridad de un Loquillo feliz y orgulloso que no flaquea durante semejante maratón de rock.
Si Salud y Rock and Roll en Las Ventas era una prueba de fuego, 40 años de Rock and Roll Actitud es una confirmación necesaria y una demostración de poderío. Acérquense a ver un concierto de esta gira: quizá parezca lo mismo, pero no lo es.
Nat Simons: luces junto al Guadalquivir
No deja de resultar desconcertante que, aunque el pretexto para congregarse en el Auditorio Rocío Jurado de Sevilla pudiera ser la celebración del 40 aniversario de Loquillo en el circo del rock and roll, los medios que se han ocupado del evento (El País o Diario de Sevilla, por ejemplo) hayan preferido obviar la primera parte del show que corrió a cargo de Nat Simons. Flaco favor hace a la música y a los artistas (más o menos emergentes) que buscan su lugar o luchan por mantener el que han logrado ocupar, y que a veces tienen que vérselas con públicos adversos que atienden a su actuación como un trámite previo al número que de verdad esperan, si quienes tienen la oportunidad de hablar de ellos y darlos a conocer no la aprovechan o, por comodidad, prefieren no tomarse el trabajo de hacerlo.
Hagamos un acto de justicia desde aquí, dedicándole la atención que merece…
La madrileña Nat Simons ya ha publicado dos álbumes (Home on high, de 2013 y Lights, de 2018) y un EP (Trouble man, de 2015), que demuestran un talento compositivo de gran sensibilidad que hunde sus raíces en un delicado y evocador, pero también enérgico cuando debe, sonido americana. También fue nominada al Goya a mejor canción original por Sometimes, para el western de Víctor Matellano Stop over in hell de 2017. Currículo más que suficiente para afrontar, y salir airosa, la responsabilidad de acompañar a Loquillo en las diez fechas que conforman su gira 40 aniversario. Quizá la limpieza de su ejecución y la aparente (solo aparente) fragilidad de su voz y figura, puedan descolocar en un primer momento al público más canónicamente rockero del Loco. Sin embargo, y a pesar de la necesidad de recortar y adaptar su repertorio, es seguro que Nat Simons se los terminará ganando como hizo en Sevilla la noche del pasado viernes a orillas del Guadalquivir.

El setlist que Nat Simons preparó para la ocasión se centró en su material más reciente, extraído del (valga la redundancia), luminoso disco Lights. Abrió con la brillante You just can’t imagine para, a continuación, convertir en un irresistible honkytonk uno de los auditorios descubiertos más grande (y estructuralmente extraño) del mundo con You treat me cruel (del EP Trouble man). Siguió The way it is, canción cuyo sonido (próximo a Jayhawks) delata el trabajo de Gary Louris como productor de Lights en su estudio de Carolina del Norte. Una madrileña en territorio sioux, en uno de cuyos más célebres jefes, Sitting Bull (Toro Sentado) y su victoria junto al río Big Horn se inspira el tema que sonó a continuación, Golden feather. Para mencionar la colaboración con Gary Louris aprovechó el siguiente tema, Endless summer road y la nostalgia de aquellos irrecuperables amores de verano. La potencia de People volvió a animar el ambiente antes de que la brumosa Desire sobrevolara sobre el público seducido, también, por la sensualidad de Elena García (hermana de Nat y corista y percusionista de la banda). Sin presentación (no la necesita) llegó la versión de Learning to fly que Nat Simons grabó a finales del pasado año como sincero homenaje a ese tesoro americano que fue (que es) Tom Petty. No one compares, que cierra el álbum Lights, preparó el final de su actuación con la explosiva Ain’t no blues (única concesión a su primer disco Home on high) para la que, redondeando su sonido dylaniano, Nat se colgó la armónica del cuello. ¿Qué tal resultaría esa canción reforzada con un violín a lo Rollin’ Thunder Review?
Fue muy satisfactorio escuchar al público convencido pidiendo alguna bola extra, pero el horario no permitía bises: el staff técnico debía ocupar el escenario y prepararlo para Loquillo y su banda. Nat Simons y la suya se retiraron, seguro, con la satisfacción del trabajo bien hecho. Prueba superada, dejando con ganas de más. Desde «anaqueles abarrotados» invitamos a seguirle la pista cuando termine esta serie de conciertos con Loquillo. Si con un repertorio reducido Nat simons convence, con su show completo… enamora.
Loquillo 40 aniversario: toda una vida
A las 22:00 el escenario quedó a oscuras y la multitud (el cálculo se movía en torno a las 5000 personas congregadas para la ocasión) inició el ritual coreando el familiar apelativo: «¡Loco, Loco, Lo…!», que pronto se convirtió en una ovación expectante suscitada por el encendido de la gran pantalla que ocupaba el fondo del montaje. Proyectada en ella, una animación mostraba a Loquillo a bordo de un Cadillac partiendo en busca de su destino sin disimular un gesto de desafío (dos dedos apuntando a la manera de la portada de Hermanos de Sangre) a la estatua de Colón que, con el brazo extendido, se convertía en su reflejo opuesto. Sobre la animación, un medley instrumental de algunas de sus canciones más célebres.
Casi sin que nos diéramos cuenta la banda había ocupado sus posiciones para abordar la intro de la nueva versión de Rock and Roll actitud que tanto recuerda a The Who y que ha dado título al último recopilatorio con el que se ha conmemorado este aniversario. Después de varios redobles de Laurent Castagnet y de que la banda invitara a gritar (¡shout!¡shout!) Loquillo irrumpió en el escenario con gafas de sol y americana de cuero. Rock and Roll Actitud es toda una declaración de principios individual y también de un estilo musical, de una forma de vida en realidad… por eso la pantalla gigante mostró en secuencia cronológica las portadas de todos los álbumes que forman la larga trayectoria de Loquillo alternadas con imágenes de las diferentes formaciones de Intocables y Trogloditas. Toda una vida en poco más de cinco minutos. Abrumador.
El componente emocional no iba a faltar en ningún momento del show y uno de los más íntimos y personales llegó con El hijo de nadie. Quien conozca la biografía y los antecedentes de Loquillo no podrá evitar el latido cómplice al ver las imágenes en blanco y negro de ambiente portuario y de estibadores manejando mercancía pesada, y que también hicieron volar la mente hasta aquel drama La ley del silencio (On the waterfront, 1954) de Elia Kazan. A tono bravo, el último himno (hasta la fecha) de Carlos Segarra para Loquillo, llegó peleón acompañado por los retratos de imprescindibles personalidades literarias y artísticas de nuestro Siglo de Oro, de pretéritos procesos constitucionales y también de pinturas ilustradoras de nuestra azarosa e intensa historia más reciente como La carga de Ramón Casas. Estaba claro que las declaraciones de principios que han caracterizado la trayectoria de Loquillo iban a marcar también la estructura del show: fue evidente al ver al Loco recortado contra una bandera negra ondeando con el Pájaro Loco en su centro (¿desgarrada quizá en combate a tocapenoles en alta mar?) durante Territorios libres. Muy simbólico, pura emoción.
Arte y ensayo, con la proyección del videoclip que lo acompañaba en 2004 terminó con un golpe de claqueta para dar paso a Planeta Rock y su invitación a posicionarse y estremecer la nación… ¡bailando el rock!. Llegó entonces uno de los momentos más intensos del show con El mundo que conocimos. En su versión de estudio ya se antojaba un nuevo clásico compuesto por Igor Paskual pero la ominosa melodía, la densa atmósfera instrumental y la desgarrada pregunta del estribillo cargado de rabia alcanzaron cotas de absoluto estremecimiento acompañadas por las imágenes en blanco y negro del desastre bélico, de líderes políticos y espirituales catastróficos como Primo, Hitler o Maduro, de otros cuestionables como Juan Pablo II, Aznar, Zapatero o Rajoy, o de momentos tan significativos como el tan de actualidad enterramiento de Franco, el atentado de Hipercor o el (dilatado) final de ETA. Vello de punta. Inevitable. Loquillo tiene las cosas claras, las malas lenguas dirán lo que quieran.
Salud y Rock and Roll llegó festiva con una proyección más amable, un Pájaro Loco de cigarro humeante y que parpadeaba en lo que parecía un guiño de complicidad dirigido a cuantos estábamos allí. A continuación otro punto álgido del show. Loquillo convocó a Nat Simons para interpretar a dúo Cruzando el paraíso, cediéndole las líneas que en su versión de estudio asumió Johnny Hallyday. Un momento de extraordinaria belleza, con el Loco y Nat cogidos de la mano y mirándose a los ojos contra una impactante imagen de Hallyday (extraída del álbum Jamais Seul de 2011) que me hizo saltar las lágrimas. Un detalle que probablemente pasó desapercibido pero que me resultó conmovedor: el baterista Laurent Castagnet lucía en su pecho el mismo tattoo que Johnny Hallyday mostraba precisamente en esa portada. Un prueba de amor, de respetuoso tributo.
El teclista Lucas Albaladejo saltó al centro del escenario para acompañar con su acordeón el siguiente tema, Por amor, otro homenaje de Loquillo a su progenitor y un canto de agradecimiento al sacrificio de un padre. Llegó entonces la versión acústica de Brillar y brillar, con toda la banda en primera línea del escenario, también Laurent Castagnet con un set reducido y Mario Cobo con una steel guitar. En mi opinión personal, este momento debería ser uno de los que debería aprovecharse más en futuras fechas porque ese sonido acústico, más cercano y cálido, sabía a poco para un único tema. Es una banda todoterreno y un set acústico de tres o cuatro canciones sería una buena forma de explotarlo.
Siguió la imprescindible El rompeolas acompañada de evocadoras imágenes aéreas en blanco y negro de la costa barcelonesa, coreada a pleno pulmón en su estribillo por el público: …no hables de futuro es una ilusión, cuando el rock and roll conquistó mi corazón. ¿Cómo resistirse a ese mensaje y no hacerlo propio? La pantalla gigante proyectó entonces el videoclip de Memoria de jóvenes airados, una rendición a las estrellas de aquella generación dorada del basket español. Como de costumbre, Josu García embelesó al público con un prolongado pero melodioso (y sin artificios innecesarios) solo de guitarra. Loquillo salió del escenario para cambiar de chaqueta (esta vez la ya conocida y admirada de hombros de serpiente) después de dejar a la banda haciendo de las suyas alargando el final de la siempre potente y bienvenida Rock suave.
Siguieron El mundo necesita hombres objeto, La nave de los locos (sin novedad en el paraíso) y Carne para Linda introducida por riffs que evocan a Marc Bolan y T-Rex en la que, como acostumbra, el Loco se dejó querer bajando al foso para saludar a las primeras líneas del público. La pantalla gigante se cubrió de ladrillos de callejón con el Pájaro Loco iluminado por neones, para acompañar El ritmo del garaje. Otro himno infalible que ha saltado generaciones. Un nuevo neón con una «R» vacilante animó los «¡ey, ey!» que introducen la versión de Rey del Glam de Alaska y Dinarama que últimamente Loquillo ha hecho suya o, más bien, de un Igor Paskual desbocado que asume su papel sobre el escenario con boa roja al cuello.
Salida del escenario. Momento de los bises, que tampoco iban a ser escasos…
Regresaron con En las calles de Madrid. Debo reconocer que nunca la había oído igual, ¿pero qué hace esta banda para sonar cada vez mejor? La música y la interpretación del Loco me absorbieron de tal forma que apenas presté atención, y eso dice mucho, a la proyección que mostraba rostros tan reconocidos y queridos de la llamada Movida como Jaime Urrutia, Eduardo Benavente, Ceesepe o Paloma Chamorro. Siguió una potentísima (y alejada de la aproximación tan rockabilly que apareció en Código Rocker) Chanel, cocaína y Dom Perignon que, es curioso, pareció desatar la locura entre la multitud. No es que el público no estuviera entregado y participativo durante el concierto, que lo estuvo, pero hubo como un antes y un después con este tema de La mafia del baile. Los aires rockabilly sí llegaron con El hombre de negro, Quiero un camión (con rendición de Mario Cobo a ese bolero eterno que es Perfidia) y Esto no es Hawaii, terna en la que el propio Mario Cobo y el bajista Alfonso Alcalá abrazado a un double bass jugaron a ser Brian Setzer y Lee Rocker respectivamente. Por supuesto, no faltaron imágenes de Elvis en el Aloha from Hawaii de 1973.
Pausa para presentar a la banda y revelar que el secreto consiste en «sumar y no restar», y un vaso de whisky en la mano de Loquillo para decidirse a cantar sobre los sueños cumplidos en el tono crepuscular de Rock and Roll Star y Cuando fuimos los mejores. A continuación, otro momento de gran intensidad: el Loco y la banda se agruparon en torno a la batería de Laurent Castagnet mientras se proyectaba el videoclip que dirigió Leticia Dolera para la canción El final de los días del álbum Viento del Este. Y, quizá fuera solo una impresión mía, pero diría que al Loco se le quebró la voz al ver en la pantalla gigante a su hijo Cayo (que interpreta a Loquillo joven en el videoclip).
Con dedicatoria a aquellos grupos de rock español de los setenta «que hicieron la parte más difícil» fue el turno de la versión de Mi calle de Lone Star, con la trepidante batería de Laurent Castagnet. Y la recta final, después de casi tres horas sin tregua, llegó con otra terna infalible: La mataré, seguida de Feo, fuerte y formal y la catártica Cadillac solitario. Una recording de Heroes de David Bowie sirvió para que la banda y el Loco se fundieran sin rubor en abrazos fraternales que mezclaban cariño y orgullo para saludar, por fin, enlazados por la cintura como una familia, al público que aplaudía pidiendo más.
Cuando el escenario quedó vacío con una imagen de la banda proyectada en la pantalla, la sensación era de haber presenciado algo especial. Durante las horas de espera para acceder al recinto se había elucubrado mucho sobre el posible repertorio, las expectativas estaban altas y el hecho de celebrar un aniversario tan imponente hacía pensar en cambios importantes en el repertorio respecto a lo ofrecido durante la gira de verano. Aunque no hubo añadidos sorprendentes que satisficieran el deseo más nostálgico ni concesiones a perlas más rebuscadas en el enorme cancionero de Loquillo, el deseo de disfrutar de un gran concierto y un espectáculo cuidado con mimo sí se cumplieron. El repertorio, aunque sin sorpresas impactantes, sí acumuló los temas que se han alternado en diferentes tramos de gira de los últimos años, hasta alcanzar la abrumadora cifra de 31 canciones en una fluida sucesión (¡qué difícil debe ser lograr eso!) que en ningún momento llegó a cansar ni perdió intensidad.
Seguramente habrá que esperar al año que viene para apreciar un cambio notable en el repertorio, cuando el Loco vuelva a girar por teatros con su nuevo proyecto de poesía. Pero eso suena a cambio de ciclo, y cualquier cosa puede suceder entonces. Por eso estos diez conciertos, tal como han sido concebidos para celebrar el 40 aniversario de Loquillo, son una obligación para los fans más entregados y para quienes tengan predilección o solo curiosidad por un icono incuestionable del rock patrio.
El concepto podría haber sido diferente, sí. A muchos les parecerá más de lo mismo. Pero desde luego, el impacto y su significado arriba y abajo del escenario, no lo es. Y, presumiblemente, ya nada lo será después de esto. ¡No se lo pierdan!