Cincuenta años y un día…

(Un relato de anaquelesabarrotados.com / @AnaquelesStitch, inspirado por el videoclip oficial de la canción Que restera-t-il? del álbum «Le coeur d’un homme» de Johnny Hallyday, Warner 2007)

La estancia no tiene ventanas. ¿Para qué, si como en otros subterráneos que ha conocido no hay nada a lo que asomarse? Solo cuatro paredes de ladrillo grosero que garantizan su confinamiento. Un cristal translúcido reforzado por una malla de seguridad permite intuir la presencia, como manchas húmedas de un test de Rorschach, de los guardias que vigilan desde fuera la puerta metálica. Allí está completamente aislado, aunque si se concentra puede distinguir los golpes de un cubo con agua y una fregona, y también el eco de suelas que van y vienen por el corredor. Un trajín urgente amortiguado por la fúnebre sensación del tiempo que se agota. El tenue chasquido del segundero de un reloj en la pared opuesta no deja de advertírselo.

Se lleva las manos a la frente y oprime sus recuerdos entre los dedos. Quienes se preocuparon de su defensa siempre sostuvieron que el abandono de su padre, cuando era un bebé, lo había convertido en un vagabundo casi desde su nacimiento. Tras una infancia nómada viajando por Europa con acróbatas y danzarines, llegó la adolescencia de barrio entre cadenas, cuero negro, tabaco y tacones cubanos. Pronto se buscó un alias para ser reconocido por las bandas. Americanizó su nombre y se desprendió de su verdadero apellido.

Johnny Hallyday. Fotografía de Jean-Marie Perier.

Con aquella nueva identidad hizo algunos trabajos más o menos sonados y se fue ganando la confianza de sus padrinos, hasta que dio su primer gran golpe en Marsella con tan solo diecisiete años. Pronto se acostumbraría a los hoteles y casinos de Monte-Carlo, Biarritz, Cannes o Saint-Tropez y a volar por sus sinuosas carreteras en bólidos de lujo. Su fama se extendió como la pólvora y, a pesar de lo peligroso de algunas de sus intervenciones, el favor de parte de la opinión pública empezó a estar de su lado. Convertido en ídolo de jóvenes soñadores por unos, fue señalado por otros como enemigo de la sociedad.

Todo está escrito en los tatuajes que sombrean sus antebrazos, y puede rastrearse en las fotos de un pequeño cajón que siempre ha conservado cerca. Contemplarlas, décadas después, le ofrece tan poco consuelo como el crucifijo que lleva al cuello y que ha sustituido a otro amuleto con forma de calavera.

La puerta se abre interrumpiendo sus pensamientos. Levanta la cabeza despacio para enfrentarse a las figuras oscuras que lleva esperando desde hace un buen rato. Son de sobra conocidas, han estado presentes cada día de los últimos años: interrogando, analizando, aconsejando. Siempre vigilantes, como satélites inevitables. Una de ellas se sienta frente a él con gesto severo y le pregunta si necesita algo. Si es alivio espiritual lo que le propone, piensa, llega cincuenta años y un día tarde. Acepta un cigarro pero, considerándolo mejor, lo parte con los dedos y lo arroja al suelo. Aún puede permitirse un último acto de rebeldía.

Se pone en pie y se desentiende de sus visitantes. Uno de ellos acerca los dedos al micrófono inalámbrico de su oído y da aviso de que se ponen en marcha. Desde atrás, los guardias de la puerta contemplan la escena entre admirados y desdeñosos. En su ascenso, las buenas compañías no fueron las más abundantes entre depredadores y carroñeros. Está acostumbrado a esa mezcla de adoración y desprecio, y sabe mostrarse firme; dispuesto a aceptar tan sombrío cortejo durante los últimos cien metros de aquel corredor iluminado por fluorescentes parpadeantes.

Toda su vida ha sido así, reflexiona, rodeado de rostros petrificados que velaban por su seguridad o que lo acechaban con disimulo. A veces le costaba distinguir a quienes formaban parte de su equipo y su familia, de aquellos que solo buscaban hacer fortuna vendiéndolo al mejor postor. Era un objetivo codiciado, una pieza a cobrar. Quizá un ídolo a abatir. La esmerada planificación de cada trabajo y su espectacularidad lo habían convertido en un héroe, una leyenda. Casi un dios para muchos…

Imagen del videoclip «Le temps passe» (2005)

…o un demonio. Se había escrito tanto sobre él que le suponía un gran esfuerzo diferenciar la verdad de la caricatura o la exageración. Nadie podía olvidar el sistema que había utilizado en cada incursión de su larga y mediática carrera: atravesando un techo o el suelo perforado, descolgándose de un helicóptero o con ayuda de grúas u otros mecanismos sorprendentes, incluso con una bola de demolición. Muchas veces comprobó que su pulso se normalizaba durante la fuga, dejando atrás detonaciones, gritos, humo y fuego. Tumbado en un asiento trasero, sabiéndose objeto de una alocada persecución y envuelto por el caleidoscopio de luces policiales y sirenas, era cuando su corazón recuperaba su ritmo. Lo de menos era el lugar. París, Londres, Río de Janeiro, Los Ángeles, Las Vegas, Moscú, Beirut o Barcelona, poco importaba.

No quiere que lo guíen como a un cordero y abre la marcha con entereza, sin resignación pero tampoco con desafío. Chasquidos metálicos de cerraduras, gorgoteo de fontanería, tintinear de llaves, zumbido vacilante de fluorescentes y el murmullo de megafonía lejana. Todo es correcto, tan lúgubre como cabe esperar en un corredor subterráneo como aquel. Para lo que no está preparado es para encontrar los ojos de ella. No esperaba verla allí abajo; este es su infierno particular y debería estar vedado a las criaturas puras de la superficie. No puede evitar pensar en su primer matrimonio y, con una punzante mezcla de orgullo y desesperanza, recuerda que su hijo ha seguido sus pasos. Dicen que tener un hijo es lo más parecido a conocer el miedo. A partir de entonces uno se hace consciente del tiempo y el peligro. Todo se vuelve amenaza. Todo asusta. Como soltar la mano de ella y dejar atrás la protección de su mirada para enfrentarse a esa última puerta al final del corredor.

Los pasos del grupo rebotan en las paredes y el piso recién fregado. El eco lo magnifica todo. Sus acompañantes aflojan la marcha y él avanza en solitario hacia la puerta. Todavía se vuelve una vez para contemplarlos con su mirada transparente de león viejo. No son malos tipos, piensa, solo hacen su trabajo. Y lo hacen bien. Si no, quizá él no estaría aquí. Les dedica un gesto afirmativo con la cabeza, casi imperceptible, y encara de nuevo la puerta. Allí aguarda su backliner de confianza. Le pasa el strap de la guitarra por la cabeza y empuja el doble batiente. Johnny entorna los ojos para acostumbrarlos al destello abrasador de los focos. La multitud ruge y grita su nombre.

El espectáculo debe empezar.

(Johnny Hallyday nos dejó la noche de 5 de diciembre de 2017. Hace hoy un año…)

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