Aquella tarde de 1971 el censor de la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos del Ministerio de Turismo no debió tener demasiadas dudas.
La respuesta a la disquera que enviaba la muestra para su valoración sería cristalina: semejante indecencia no se publicaría en España si no era con un diseño alternativo. El artefacto en cuestión era un disco de The Rolling Stones titulado Sticky fingers, algo así como dedos pegajosos. La fotografía frontal mostraba una protuberancia inequívocamente masculina que cargaba a la derecha, acentuada por unos pantalones vaqueros muy ceñidos. Lo que junto a un chiringuito de Torremolinos o Benidorm se llamaría, aunque en corrillo y bajando la voz para no perturbar el ambiente familiar, un pedazo de paquete. Para más inri el creador del concepto, un tal Andy Warhol, había incluido una cremallera funcional que permitía abrir la doble capa de la carátula y atisbar la ropa interior del modelo. La afrenta contra la moral y los valores tradicionales era tan obvia que el censor ni siquiera se preocuparía de asociar el título con el residuo de una actividad masturbatoria.
No dejaban pasar ni una desde que, en un sublime descuido, se les colara como radiable aquel escandaloso dúo de Jane Birkin y Serge Gainsbourg al supervisar la letra sin haber escuchado la interpretación. Por si la juventud no pensara ya bastante en arrimar cebolleta en los bailes, el patinazo había propiciado que lo hicieran con los gemidos de dos franceses degenerados susurrándose Je t’aime… Moi non plus. Sin embargo no se les escaparon las sospechosas buenas vibraciones de The Beach Boys, los torsos desnudos de Los Brincos, el conejito de terciopelo de Serrat o las fotografías de John Lennon y Paul McCartney que contaminaban la pureza de una portada completamente blanca. Inmaculada y como Dios manda.
Quizá el censor, antes de ocuparse en el informe que rechazaría la carátula del paquete y la cremallera, meditó un instante sobre el mojigato entusiasmo del Régimen al vigilar la difusión de la cultura y el pensamiento. Pero él formaba parte fundamental del engranaje en su misión de preservar la integridad de los tres pilares básicos del Estado: espíritu nacional, familia y Dios. Quién sabe en qué orden. Ojalá su tiempo estuviera dedicado a menesteres más útiles. Al fin y al cabo, él era escritor. Su vocación era crear y no destruir, aunque los últimos años los hubiera pasado expurgando textos ajenos hasta que les asignaron también, a él y a tres compañeros, lo de los discos. Por la mañana tachaban párrafos enteros de Octavio Paz y Camus, y por la tarde detectaban propósitos corruptores, antipatrióticos o blasfemos en carátulas y canciones.
Los de la sección de Cinematografía, en su loable empeño, también se habían pasado de frenada aplicando la identificación 3-R (para mayores con reparos), e incluso 4 (gravemente peligrosas), que había definido la Oficina Nacional Clasificadora de Espectáculos de la Iglesia. Con ella había topado Berlanga cuando intentó torearla metiendo un dominico de co-guionista en los créditos de Los jueves, milagro. En Mogambo habían alterado el doblaje para convertir a Grace Kelly en hermana de su marido y disimular así su relación adúltera con Clark Gable, confundiendo aún más al público que vio a dos hermanos besándose fraternalmente en los labios. El censor, con el paquete del dotado muso de Andy Warhol a la altura de los ojos, quizá llegó a lamentar la cantidad de escotes que se habían retocado al alza, incluidos los de Marilyn Monroe, Ava Gardner y Sarita Montiel. Últimamente se oían rumores sobre un italiano que preparaba una película con Marlon Brando y que podría provocar peregrinaciones a los cines de Perpiñán.
Tanta y tan hipócrita beatería censora se inició con una Orden Real de 1912 promulgada por Alfonso XIII con gran conocimiento de causa, dada su afición a encargar precisamente películas realistas de las que se proyectaban en sesiones golfas. Con la dictadura de Primo de Rivera y la connivencia de alcaldes, gobernadores civiles y autoridades eclesiásticas se mutilaron o proscribieron obras que menoscababan la integridad moral. Y Franco, definitivamente, encontró en el ejercicio institucionalizado de la censura, tan malévolo como pacato, un eficaz y narcótico instrumento de propaganda y control. Habría que esperar a diciembre de 1977 para que el BOE oficializara por decreto del segundo gobierno de Adolfo Suárez la supresión de la censura. Y en 1979 Pilar Miró aún tendría que afrontar la amenaza de un consejo de guerra (¡un consejo de guerra!) y el secuestro de su película El crimen de Cuenca, aunque el caso terminaría siendo asignado a un tribunal civil y finalmente sobreseído.
Pero el censor desconoce lo antiguo y el futuro solo puede intuirlo para consolarse pensando que ya queda menos. Que en el NO-DO el Generalísimo cada vez se parece más a un anacardo con gorra y gafas de sol, que se le nota la flojera y más que se le tendrá que notar pronto. Quizá la idea haga aflorar media sonrisa debajo del bigote del censor, aunque le haga sentir incómodo mientras observa el paquete de la carátula. No vaya a ser que alguien lo vea y saque conclusiones raras.
Así que lo dejaremos meditabundo frente a su máquina de escribir en la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, en 1971, a punto de redactar el informe negativo sobre los dedos pegajosos de The Rolling Stones. Cuando repase el listado de títulos puede que se entretenga en el primero de la cara B. Es una palabra de cinco letras, tan breve y contundente que debe ser, seguro, un exabrupto: Bitch. Si alguien le pregunta dirá que estaba convencido de que bitch quería decir playa en inglés. Será su pequeña venganza por el tiempo perdido y los servicios prestados.
Según el reloj de su muñeca apenas faltarán cuatro años para que el cargo del Dictador sea cesante. Y la media sonrisa seguramente asomará de nuevo, y entonces para quedarse, bajo el bigote del censor.