Una (pre)historia de España: Altamira

Un relato de Jesús Gella Yago…

Son tiempos de frío. De un frío primigenio que favorece el aprendizaje, la evolución y que las culturas se sucedan —del Solutrense al Magdalaniense y luego al Aziliense que está por llegar—, sin suprimirse por cuestión de credos o coronas. Eso vendrá con el nombre de Ishapan.

Si la bruma levanta se puede ver la nieve eternizada sobre el espinazo de una cordillera cuyos picos más próximos todavía no se llaman como el continente, innombrado porque los navegantes griegos aún no han salido al Egeo ni dividido su costa en Asia y Europa. Pero cuando permanece baja y prendida al suelo confunde los sentidos más expertos. Cualquiera puede desorientarse y acabar frente a la aterradora masa de agua que golpea las últimas peñas del litoral y que se extiende hasta donde alcanza la vista. Aunque nadie ha inventado las palabras horizonte o mar, y tampoco cántabro o cantábrico para referirse a los habitantes de este territorio abrupto.

El abrigo de las cuevas significa seguridad, la protección de la roca y el fuego. Lo sabe incluso una niña que no conoce su propia edad porque la tierra aún no se cultiva y no hay ciclos de cosecha que faciliten su cálculo. Le gustaría salir en busca de caballos, pero el pasto estará escarchado en la pradería y no se dejarán ver. Dentro se está bien, no importa el humo que llena el vestíbulo. Las siluetas de los individuos reunidos alrededor del fuego se confunden en una única sombra que se magnifica al proyectarse en paredes y techo. A la niña se le ocurre que podría hacer una visita a la cierva. Prende una mecha engrasada y se escabulle hacia el fondo sin que nadie se fije en ella. No necesita agacharse como los mayores y puede permanecer de pie en la estancia contigua, pero reduce el paso al entrar porque lo que aguarda allí le infunde un hondo respeto.

Levanta la mecha y la bóveda, a pocos palmos sobre su cabeza, se ilumina en una constelación de bisontes rojos. La piel encendida de uno brilla entre las demás. En el suelo todavía hay un cuenco con restos de la mezcla que han usado para rellenar el trazo de carbón que delimita su contorno. La llama que sostiene la niña insufla vida al bisonte recién pintado. Nunca ha visto uno vivo de cerca y se estremece cuando sus músculos lustrosos se animan al deslizarse la luz sobre las irregularidades de la roca.

Deja los bisontes en la oscuridad y alumbra la cierva. Es su preferida. Acaricia con la palma de la mano su vientre claro y acogedor, como si pudiera sentir la respiración del animal. Después la deja resbalar hasta que da con una zona lisa y protegida por un saliente a la altura de sus rodillas. La niña tiene una idea. Vuelve a por el cuenco y comprueba  que dentro están los huesos ahuecados que necesita. Se ha fijado en como los usan para pintar las figuras de esa y otras cavidades más profundas. Sujeta entre los dientes uno de los huesos y el otro lo mantiene vertical con un extremo sumergido en la mezcla. Deja la mecha a sus pies para iluminar el lugar que ha elegido y, en cuclillas, apoya una mano bien extendida en la roca. Hace coincidir las dos bocas libres de los huesos y sopla, salpicando la mezcla sobre el dorso de la mano. Al retirarla contempla impresa en la pared la aureola de sus dedos.

Nunca ha visto su propio rostro y no se hace a la idea de cómo lo ven los demás. Ni siquiera está segura de si podría reconocerse a sí misma. Su cara es un misterio y ahora su mano también lo es. Se pregunta si alguien sería capaz de adivinar que se trata de su huella.

Pero la niña ha escogido con cuidado el emplazamiento de su travesura. No cree que nadie la encuentre jamás.

Deja un comentario