Un relato de Jesús Gella Yago…
De sobra sabes que no eres ningún príncipe y que nunca lo serás, porque eso se hereda y tus padres tienen una frutería. Tampoco eres un pirata, ni un caballero andante, ni un astronauta, ni cazas vampiros. Solo eres un ni repetido hasta el infinito. Estás por debajo de la talla media y llevas unas gafas enormes que resbalan por tu nariz con el sudor. Y, para tu pesar, sudas mucho si te atascas con una ecuación o cuando te toca lucirte en clase de gimnasia. Lo tuyo no son los ejercicios: ni los de matemáticas ni los físicos. Más níes para tu colección. Tienes las piernas arqueadas y el culo gordo. Por eso les encanta perseguirte. No eres un héroe. No tienes madera y tampoco sabes donde conseguirla.
El trayecto entre tu casa y el colegio —da igual en qué dirección lo hagas— es una odisea llena de trampas. Los propios escalones de tu bloque son traicioneros. Sabes que en cualquier momento uno puede fallar y arrojarte a un pozo sin fondo. Por eso los bajas de dos en dos o de tres en tres, nunca en el mismo orden, y salvas los rellanos de un salto. El del tercer piso es el único seguro y lo aprovechas para recuperar el aliento antes de seguir. Te da pánico que un día te dejen usar solo el ascensor. Debe haber algo turbio allí dentro si siempre hay que bajar con un adulto.
Pasado el semáforo está la zanja. Te consta que lleva siglos abierta. Por ella discurre una tubería de cemento hecha para contener a la serpiente mutante que vive allí. Una vez empujaron a un chaval. Rodó por el terraplén de tierra y quedó a horcajadas sobre la tubería. Los de fuera se burlaron porque los mocos le llegaban hasta la barbilla. Tú estabas allí, mirando de lejos. Así aprendiste, además de a no caminar cerca de la zanja, que la serpiente mutante detestaba el sonido que hacen los niños al llorar. Solo había que sumar dos y dos, porque aquel crío lloraba un montón y el monstruo no salió. A ti te pareció que había que ser muy audaz para llorar así con la serpiente al acecho.
La entrada del colegio es una cueva de ladrones que comercian con cromos o trofeos cobrados en Internet. Tienes que atravesarla bajo un porche cuadrado con un jardín de plantas carnívoras en su centro. En las tardes de invierno está demasiado oscuro para tu gusto. Si lo piensas bien, también en las de primavera te parece espeluznante. La única forma de entrar o salir es esperar a que lo cruce algún profesor. Entonces te mimetizas con su sombra y escapas con el pellejo intacto sin que nadie descubra el truco, porque los adultos no se enteran de nada. Es como si lo hicieran adrede. A veces los odias.
En el patio del colegio, si evitas los balonazos que siempre te buscan, llegas hasta una fuente encantada. Los mayores controlan el chorro. Taponan la salida con el pulgar y son increíblemente diestros dirigiendo el agua a presión. Si te alcanza estás frito: te conviertes en zombi, o algo peor. Y si quieres beber, toca pagar. Algunos días basta con una moneda y, si eres hábil, puedes dejar resbalar las más valiosas entre tus dedos y conservarlas en el bolsillo. Otros, el pago es un cachete en la nuca —vamos, lo que se llama una colleja— o un patadón en la espinilla mientras alguno te graba. En segundos todo el mundo podrá ver el video y durante días buscarán repetir la escena. Colleja o patadón, qué más da, si eso es lo que menos duele. Como tú no sueles llevar dinero y sabes la alternativa que te espera, esquivas la fuente y bebes de los grifos del lavabo. No quieres que te aticen ni llegar calado a clase. Y mucho menos, convertirte en un zombi.
Pero son los columpios de la plaza el lugar favorito de los trolls más grandes, los que dan miedo de verdad. No los que se limitan a perseguirte y cachondearse de tu manera de correr. Si les da el arrebato, estos tiran piedras. Van dos y hasta tres cursos por encima de ti. A alguno ni siquiera lo has visto dentro del colegio. A veces fuman debajo del tobogán. En ese caso están distraídos y basta con que agaches la cabeza y pases rápido. Sin hacer ruido, casi invisible. Ese es uno de tus poderes más preciados: volverte transparente. Pero no siempre te funciona. Y entonces ocurre como ayer, que te rodearon, te descolocaron las gafas y te llamaron tantas cosas que apenas las recuerdas.
En un alarde de inspiración les contaste lo de las plantas carnívoras de la entrada. Al principio te miraban raro, pero parecieron complacidos cuando compartiste tu sospecha de que, si estaban ahí, era porque custodiaban algo en el centro del jardín. Un tesoro o una entrada secreta a saber dónde, eso tú no podías saberlo. Se rieron contigo, te ofrecieron un cigarro y diste un par de caladas que hicieron que los columpios bailaran a tu alrededor. Temías que si se daban cuenta de tu mareo empezarían otra vez a machacarte. Pero te dejaron ir y te llamaron por tu nombre. Eso te hizo sentir muy orgulloso.
Esta mañana te ha costado dejar la protección de las mantas y salir de tu cuarto. Lo has hecho con una mirada —como si fuera la última porque eres un dramas— a las estanterías donde se alinean tus libros de aventuras llenos de héroes y villanos. Te has tragado el desayuno y has superado una vez más la prueba de los escalones. En la plaza los trolls te han vuelto a rodear. Es como si estuvieran esperándote. Sabes que tienes que elegir y no quieres defraudarlos.
—Dicen que en la zanja vive una serpiente mutante —empiezas, sabiendo que te la estás jugando—. ¿Queréis ver qué pasa si empujamos a alguien?