Un crucero de ensueño, decía el folleto. El Oceanic Melodies Cruise invitaba a una experiencia inolvidable para toda la familia, ocho días de navegación en alojamientos espaciosos y confortables. Concursos, animación, espectáculos y música en vivo, actividades deportivas, propuesta gastronómica diseñada por un chef de prestigio internacional y escalas en los cinco mejores puertos del Mediterráneo. Financiable hasta en seis meses.
Arístides Cavalcanti repasaba mentalmente la descripción del folleto mientras escrutaba la cubierta principal. No deseaba otra cosa más que desembarcar. Desde donde estaba podía oír con claridad el bullicio de niños y adolescentes que se lanzaban por los toboganes de la piscina de proa y las instrucciones del monitor de aquagym que entretenía a sus padres. Decenas de pasajeros se arracimaban en balcones y barandas para disparar selfies dando la espalda a un mar que les debía parecer dócil e inofensivo. Una bandada de jubilados asaltaba uno de los doce ascensores de cristal sin dejar salir a sus ocupantes. Por enésima vez escuchó a alguien gritar soy el rey del mundo, y enseguida localizó a una pareja con los brazos en cruz imitando a Leo DiCaprio y Kate Winslet. Una profesora agitaba un libro para captar la atención de un grupo de estudiantes que no levantaban la vista de sus teléfonos. Arístides Cavalcanti imaginó que quería hablarles de colonias griegas, legiones y volcanes antes de entrar en el puerto de Nápoles. Desde popa llegaba el ensayo de una orquesta que esa noche tenía la misión de perturbar la quietud mediterránea.
Cinco días y cuatro escalas más y se habría terminado. Para Arístides Cavalcanti el Oceanic Melodies ya no era más que un enorme centro comercial flotante, con sus algo más de setenta y tres mil toneladas, casi trescientos metros de eslora —el folleto mencionaba la altura de la Torre Eiffel como referencia— y cuarenta de manga, capaz de transportar dos mil quinientos pasajeros con una tripulación de ochocientos miembros. Un monstruoso parque temático con bandera maltesa y cinco restaurantes, nueve bares, dos discotecas, tiendas de todo tipo, pista de tenis y rocódromo, minigolf, un tiovivo y casino. No le parecía el mejor escenario para celebrar su cumpleaños. Cincuenta y ocho ya.
Antes de zarpar había llamado a Alessandro para confirmar que podrían encontrarse en el puerto de Nápoles y celebrarlo juntos. Hacía tiempo que no se veían y Arístides Cavalcanti estaba impaciente cuando atracaron junto al Palazzo Dell’Immacolatella. Mientras cientos de pasajeros del Oceanic Melodies corrían en tropel para repartirse en los autobuses que los llevarían a Pompeya, él se entretuvo admirando los torreones del Castel Nuovo y dio un paseo hasta el Gran Caffè Gambrinus. Pidió un capuccino y una sfogliatella en la barra para hacer tiempo. En la televisión había noticias y Arístides vio un barco, demasiado parecido al Oceanic Melodies, que sembraba el pánico al chocar contra un muelle en el canal de la Giudecca de Venecia. Había varios heridos. El remolcador que aparecía en las imágenes no podía controlar aquella mole de varios pisos. Arístides Cavalcanti bajó la vista y se abismó en la espuma del café. La voz de Alessandro lo apartó de sus pensamientos.
—Feliz cumpleaños, vecchio decrepito.
Se abrazaron con efusión contenida, algo torpes por los meses sin contacto. Alessandro llevaba una camisa blanca remangada por encima del codo, que acentuaba su bronceado de marino. El cabello cano peinado hacia atrás enmarcaba su rostro risueño.
—He encontrado un restaurante nuevo —informó—. ¿Hasta qué hora tienes?
—Zarpamos a las siete hacia Civitavecchia —respondió Arístides—. ¿Pasaría algo si comemos en tu barco?
—¿No prefieres gastar el día en tierra firme?
Arístides negó con la cabeza.
—Lo que necesito precisamente son unas horas en el Scaltro.
—Lo tengo aquí al lado. —Alessandro guiñó un ojo—. Aunque te aviso: la despensa está bajo mínimos.
—No importa, nos arreglaremos.
Salieron del café y atravesaron la Piazza del Plebiscito, entre las fachadas enfrentadas del Palazzo Reale y la Basílica Pontificia. Arístides sonrió al adivinar, detrás de los árboles del Giardini del Molosiglio, los mástiles alineados en la dársena Acton. El Scaltro era un velero de catorce metros con aparejo de balandro. Cuando pisaron la cubierta de teca Arístides sintió un estremecimiento reconfortante. Alessandro le indicó con un gesto que era todo suyo. Arístides se hizo cargo del timón y salieron de la dársena a motor. Cuando dejaron el puerto a popa, Alessandro advirtió sus miradas furtivas en busca del Oceanic Melodies.
Poco después el Scaltro cabeceaba a suficiente distancia de la costa para, en medio del silencio, sentirse lejos del mundo. La silueta oscura del Vesubio vigilaba el golfo y el sol rielaba sobre la línea acotada por los perfiles azulados de Ischia y Capri.
Arístides y Alessandro estaban en la bañera de popa, recostados contra el pasamanos. Dos gaviotas planeaban alrededor del mástil acechando los restos de una comida fría. Alessandro, algo achispado porque él solo casi había vaciado la botella, sujetaba una copa de vino y tenía la cabeza apoyada en el hombro de Arístides.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —preguntó.
Arístides tardó unos segundos en responder.
—Completamente —dijo, paseando la mirada por las líneas elegantes del Scaltro—. No es forma de viajar, no hay respeto ni curiosidad. ¿Has oído lo de Venecia en las noticias? Es un sinsentido. A nadie le importa la historia de vida y muerte de este mar, solo se preocupan de si el pack premium que han contratado incluye también las bebidas alcohólicas.
Una brisa suave hizo tintinear los cables y las gaviotas graznaron asustadas.
—Esto es todo lo que necesito. En cuanto toquemos Barcelona se acabó. La compañía tendrá que buscar un nuevo capitán para el Oceanic Melodies.
Alessandro levantó la cabeza y besó la mejilla de Arístides, muy cerca de la comisura de los labios.
—Suena bien —dijo—. Como el título de una novela de esas que ya nadie escribe…
Y apoyando de nuevo la cabeza en el hombro de Arístides susurró:
—La última travesía del capitán Arístides Cavalcanti.