Salto del pastor (foto: web cuesta-arriba.es)
Quizá no hemos viajado mucho, pero hemos viajado bien.
Era algo que repetían con frecuencia mis padres. Solían hacerlo mientras buscaban el gesto aquiescente del otro y, si estaban sentados cerca, también sus manos por encima del mantel o los cojines del sofá.
El álbum de sus viajes tiene un tercio de las páginas vacías. Yo podría completar decenas de volúmenes similares con las fotografías que almaceno en discos duros. Cada poco tiempo rescato ese álbum y miro las fotos en blanco y negro, de tamaños dispares, algunas con borde dentado. Creo que lo hago más a menudo de lo que exploro mi propio laberinto de carpetas digitales.
Mis padres hicieron cuatro viajes juntos, sin contar la media semana que pasaron como recién casados en las Canarias. La vida, la suya y luego la mía sumada, no les dio oportunidad de más. Aún así, fueron capaces de pulir algunos consejos que cimentaron mi inquietud viajera.
Viajar bien, según mis padres, implicaba dejar el reloj en la mesilla y el coche en el garaje —¿para qué llevar nuestros malos humos a otra parte?—, aligerar la maleta, descubrir la comida típica y conversar con la gente. Cuando les enseñaba las guías para mis primeros viajes, refunfuñaban y decían: ¿quién va a saber más que alguien que haya nacido y lleve viviendo allí toda su vida? Si no conoces a los paisanos, no conoces el lugar.
Pensaban que una guía obligaba a hundir la nariz entre sus páginas y no levantar la mirada, rumiando las explicaciones para uno mismo. Puedo adivinar lo que habrían dicho de los smartphones. Además, afirmaban, si todo el mundo comiera en los mismos restaurantes que aparecen en las guías, los otros tendrían que cerrar.
Aquellas y otras observaciones parecidas me resultaban algo ingenuas. Con el tiempo me di cuenta de que no iban desencaminadas y de que, solo con instinto y sentido común, se adelantaban a la idea de sostenibilidad que ahora tenemos —o deberíamos tener— tan asumida. A viajar se aprende viajando, y eso fue lo que hice. Eso es lo que intento todavía.
Pronto me acostumbré a reducir el equipaje aunque, obviamente, nunca prescindo de una buena guía y en mi mochila siempre hay algún libro más. Así puedo usar el transporte público o alquilar una bicicleta, en lugar de un coche de maletero enorme. Eso me ha enseñado también a ser flexible. Ya no viajo con un programa inverosímil que me obligue a pasar muy rápidamente por muchos lugares, sino que prefiero estar en unos pocos el tiempo necesario. Aunque un avión me haga ganar horas, tomo un tren que me permita disfrutar del paisaje y reducir mi huella de carbono. Imagino que mis padres nunca llegaron a oír hablar de ese concepto.
Huyo de las franquicias y cadenas de restauración. Me encantan las sorpresas de toda índole que me reservan los restaurantes, cantinas o chiringuitos particulares. Suelo llevarme algún pequeño recuerdo de cada lugar, un libro o una pieza de artesanía, asegurándome siempre de su auténtica procedencia. Una vez piqué con un pañuelo peruano para bailar la marinera, sin leer la etiqueta que decía made in China.
Desconfío de los santuarios de animales que cobran por fotografiarse junto a ejemplares de especies protegidas y trato de cooperar como voluntaria en proyectos de la zona. Si me lo puedo permitir hago contribuciones a entidades de reputación comprobada y evito las donaciones personales. Es una pena que las primeras palabras en inglés o francés que aprenden algunos niños sean give me o donnez moi. Tampoco quiero generar conflictos, porque ya he visto peleas por lápices de colores o una camiseta de la selección. A veces la buena intención no basta.
Reconozco que quizá sea excesiva la cantidad de fotos que tomo y comparto en redes, pero quiero creer que así ayudo a los demás con mis experiencias. Eso sí, me inclino por los paisajes, la arquitectura y los objetos. Nunca centro la imagen en personas a las que no haya pedido previamente permiso. Me hartan las publicaciones en las que niños, ancianos o cualquier persona con atuendo pintoresco son fotografiados como una atracción de feria.
Eso me recuerda una de las primeras fotos del álbum de mis padres.
La tomó mi madre con una Viking prestada durante aquel viaje a Canarias, concretamente en Tenerife. Después de almorzar querían completar un sendero que discurría por terreno algo abrupto. Un viejo cabrero y su nieto, casi un niño, se ofrecieron a acompañarlos para indicarles la mejor ruta. Mis padres esperaban regresar con buena luz, así que declinaron la oferta porque sospechaban que un viejo y un crío supondrían más estorbo que ayuda.
A mitad de trayecto se detuvieron a descansar a la sombra de una oquedad. Mi madre encuadraba el perfil oscuro del Teide cuando vio dos siluetas recortadas sobre un risco. Sin pensarlo, disparó y tomó la foto. Reconocieron al cabrero y al muchacho, que saludaban agitando sus sombreros. Luego enristraron sendas pértigas terminadas en un regatón metálico que relucía al sol y, ayudándose de ellas para ejecutar ágiles y precisos saltos, se alejaron salvando los caprichos de la orografía volcánica.
Mis padres se habían sentido avergonzados. Cuando al anochecer volvieron a encontrarse con el anciano y el chico, se invitaron mutuamente a unos vinos dulces y escucharon la historia y mañas del salto del pastor, un arte casi perdido de los pastores aborígenes que algunos ancianos todavía practicaban.
En el fondo me reconforta saber que también ellos fueron víctimas de la arrogancia propia de la juventud inexperta. A partir de aquel día, siempre tuvieron una máxima que yo terminaría adoptando para los viajes y la vida.
Escucha, respeta y aprende.
Creo que mis padres estarían orgullosos. La lección que ellos recibieron de un cabrero y su nieto me caló desde la primera vez que me contaron aquella historia.
Empezó, sin yo saberlo aún, a hacer de mí una viajera y no una turista.