Os traigo una buena nueva

Don Marcelo tiene la mirada fija en la fiambrera llena de croquetas frías. Con suspiros de resignación recuerda el asado de la Nochebuena anterior y se relame describiendo la perfección del dorado de las patatas. Doña Carmen le da un codazo y le acerca el recipiente.

—Anda, no seas melón y coge una —le dice—. Qué le vamos a hacer si las cosas han salido así.

Frente a ellos, doña Reme intenta amoldar su amplia humanidad a la butaca de plástico que ocupa. Añora el cojín de su silla favorita y murmura cada vez que el asiento cruje bajo su peso. Como se balancea a menudo para alcanzar unas lonchas de mortadela o salchichón de las otras fiambreras, el plástico no para de crujir ni ella de quejarse. Don Martín ignora los esfuerzos y bufidos de su esposa. Anda absorto en descortezar unas tiras de queso con el cortaplumas del llavero. Solo se desentiende de su labor para lanzar pullas a su yerno.

—Hay que ser zoquete, podías haber intentado conseguir un sacacorchos.

Nico agacha las orejas aturullado. En el suelo hay una botella de vino que no pueden abrir por su olvido. Al menos tienen agua y refrescos de la máquina expendedora. Marta lo defiende y le dice a su padre que no sea bruto, que tengan la fiesta en paz, que lo importante es estar juntos en una noche así, y que qué van a pensar los niños si le oyen decir esas cosas. Doña Reme asiente sin aclarar de qué lado está.

Pero los niños no escuchan los desaires de su abuelo. Desanimados por una Nochebuena silenciosa y con luz fluorescente, se han rendido hace un buen rato. Sin villancicos, sin jugar a escondidas con las figuras del belén, sin los colorines del especial de televisión de cada año, sin regalos junto al árbol, sin los gañidos de Gus pidiendo sobras bajo la mesa y sin videojuegos, Lucía y Marcos han terminado por dormirse con las cabezas una apoyada en la otra. El tío Enrique los mira con ternura mientras hurga dentro de una bolsa. Don Marcelo, disparando perdigonazos de croqueta a diestro y siniestro, le pregunta qué hace.

—Busco los mejores polvorones —responde Enrique—. Por si los chicos se despiertan con apetito.

Los pasos de Andrés resuenan en el corredor.

Don Marcelo deja una croqueta a medio camino de su boca. Doña Carmen entrelaza los dedos de las manos delante de la barbilla. Doña Reme se olvida de su silla favorita y de la tortura de la de plástico. Don Martín cierra el cortaplumas. Nico y Marta se cogen del brazo. Enrique saca la nariz de la bolsa de polvorones. Lucía y Marcos se frotan los ojos y se sientan derechos.

A Andrés se le encoge el estómago al encontrar a toda su familia reunida en la sala de espera. El personal de la clínica ha colgado guirnaldas y ha instalado un árbol con bolas y espumillón junto a la máquina de refrescos. Nota un nudo en la garganta cuando ve los restos de la cena improvisada.

Sus padres, sus suegros, sus cuñados, su hermano y sus sobrinos lo miran expectantes. Todos advierten su gesto descompuesto y las bolsas oscuras que se le han formado bajo los ojos.

—Es… Es preciosa —balbucea Andrés.

El taponazo del champán que descorcha Enrique lo saca del aturdimiento y una sonrisa ilumina la fatiga de su rostro.

—Es una niña tan preciosa como su madre.

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