Una pinta de inspiración

Un relato navideño de Jesús Gella Yago…

Londres, octubre de 1843.

El escritor ocupaba la mesa más esquinada y oscura de Eb & Marley’s para evitar que algún admirador pudiera reconocerlo. Las peculiaridades del tabernero hacían de aquel local el más tranquilo en esa ribera del Támesis. El escritor necesitaba concentrarse y por eso había evitado el bullicioso The Prospect of Whitby, sin duda su preferido.

Llevaba más de una hora absorto en un legajo de cuartillas, negando con la cabeza al repasar cada descripción y diálogo. El objeto de su trabajo era un cuentecillo que había incluido años atrás en su primera novela y que pretendía publicar convertido en un cuento de Navidad que hiciera reflexionar al lector. Lo protagonizaba un sepulturero de carácter avinagrado al que secuestraban dos duendes. Aunque la ambientación era algo siniestra, el escritor estaba convencido de que la moraleja sería de gran interés si lograba dar con un enfoque adecuado para la historia y los nuevos personajes. Pero no era sencillo transformar aquel relato gótico en un cuento de Navidad capaz de encantar, como el escritor deseaba, todos los hogares donde fuera leído. Por eso reordenaba, rumiaba, volteaba y arrugaba sus cuartillas mientras sumergía el bigote en una pinta de cerveza con gesto de fastidio.

Tres marineros recién desembarcados cruzaron la puerta de Eb & Marley’s y se sentaron a despachar sendas pintas. El vozarrón de uno de ellos hizo que el escritor apartara la atención de sus papeles.

—¿Y Marley? ¿Dónde está ese truhán?

El tabernero sonrió maliciosamente.

—Gracias a la tuberculosis me quedé con su mitad del negocio hace meses. Tengo que buscar un carpintero barato para que quite su nombre de la enseña.

Los tres marineros se persignaron.

—Pobre Marley, no tiene usted corazón.

—Claro que tengo corazón —replicó el tabernero—. Tengo un corazón de oro, ¡y por eso está a buen recaudo en la caja más segura del Banco de Inglaterra!

Los marineros acogieron la broma sin demasiado entusiasmo.

—¿Y esa simpatía es herencia familiar? —aventuró uno con sorna—. Debió ser usted un niño encantador…

El escritor, desde su mesa, advirtió que el rostro del tabernero se ensombrecía. Salvo de un sobrino, hijo de una hermana difunta, rara vez hablaba de sus parientes o su infancia. El escritor habría apostado una ronda a que de unos le quedaban pocos con vida, y a que nunca había tenido de la otra. Era imposible que aquel trasgo hubiera sido niño alguna vez.

El silencio del tabernero hizo que los marineros cambiaran de tema.

—¿Y Bob? ¿Ya no atiende las mesas de este antro?

El tabernero frunció el ceño al escuchar el nombre de su empleado.

—Dice que su hijo está muy mal y necesita cuidados.

—¿El pequeño Tim está enfermo? ¿Y qué le pasa a la criatura?.

El tabernero escupió en una jarra y frotó el fondo con un paño.

—¿Y a mí qué me importa lo que tenga el mocoso? Solo sé que por cada día que su padre no viene a trabajar le descuento dos de sueldo.

Uno de los marineros sacó una moneda y la arrojó sobre la barra.

—Buena Navidad se le avecina con usted a esa familia —dijo—. Desde luego, viejo, terminará siendo el más rico del camposanto.

—Y el más solitario —añadió otro—, porque dudo que nadie asista a su funeral por si obliga al cura a cobrar entrada por el espectáculo.

—Si va alguien será para asegurarse de que está bien muerto y brindar después —zanjó el tercero.

Salieron del local riéndose a carcajadas y el tabernero se quedó mirando fijamente la moneda sin tocarla. Parecía meditabundo, como si la sentencia de los marineros hubiera hecho mella en el corazón que presumía de guardar bajo llave. Pasaron varios minutos hasta que el escritor vio como recogía la moneda con dos dedos temblorosos y, en lugar de dejarla caer en su bolsillo, la depositaba con cuidado en la lata donde Bob metía las poco habituales propinas.

El escritor se puso en pie como impulsado por un resorte, agrupó sus papeles a manotazos y los acomodó bajo el brazo.

El tabernero lo miró con sobresalto.

—¿Ha visto usted un fantasma, señor Dickens?

El escritor pagó su pinta y sin esperar el cambio respondió:

—En realidad he visto tres. ¡Tres maravillosos fantasmas!

Alcanzó la puerta y con la hoja a medio abrir se volvió hacia el tabernero:

—¿Qué día es hoy?

El tabernero lo miraba con el mismo recelo con el que miraría a un fugado del psiquiátrico de Bethlem.

—¡Paparruchas! —refunfuñó—. ¿Acaso eso importa, señor Dickens?

El escritor levantó el cuello de su gabán y se despidió con un gesto.

—Sí importa, porque hoy mismo voy a empezar a escribir el más conmovedor de todos los cuentos de Navidad.

Después salió a la calle y se perdió en la niebla, dejando detrás un rastro de cuartillas que revoloteaban como si hubieran cobrado vida.

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