Relato premiado como finalista entre más de 600 obras participantes en el concurso «Historias de Nuestros Mayores» de la web literaria «Zenda Libros» convocado en mayo de 2020. Puedes leer los relatos seleccionados en: Selección.
Desde los primeros días del confinamiento me fijé en su ventana.
Espero que nadie piense que soy un fisgón que mata las horas espiando los bloques de enfrente, pero el estado de alarma y los límites de mi ático me acostumbraron a buscar un panorama más amplio por encima de los tejados. Pasadas las ocho y con el eco de los últimos aplausos todavía en el aire, me habitué a quedarme apoyado en el alféizar viendo declinar la luz entre chimeneas de ventilación y antenas.
Una tarde advertí un movimiento que llamó mi atención por su fluidez e insistencia. En la sexta planta del edificio donde está mi farmacia de confianza, un hombre bailaba solo en su salón. Había despejado el espacio apartando una mesita y varias sillas a una esquina. Le calculé más de setenta por su cráneo mondo, el bigote cano y ondulado, la espalda cargada y el abdomen que excedía la cintura de un pantalón de pana mal planchado. Pronto vi que en realidad no bailaba solo, sino que lo hacía abrazado a un cojín. Trazaba círculos amplios y precisos a las órdenes de una melodía que yo no llegaba a escuchar por la distancia. Quizá un vals, pensé aquella primera vez.
La tarde siguiente llegué a tiempo para ver los preparativos del anciano. Sus movimientos me parecieron torpes y trabajosos, poco o nada que ver con la elegancia y expresividad del presunto vals del día anterior. Primero liberó de obstáculos la pista improvisada y luego se entretuvo delante de una estantería abarrotada de discos, mirando indeciso por encima de sus gafas. Por fin eligió uno, lo extrajo de una carpeta cuya carátula no llegué a distinguir y lo colocó en el plato de uno de esos aparatos voluminosos y negros que ya casi no se ven en las casas, desplazados por dispositivos minúsculos y digitales. Me sorprendió ver que hacía una llamada de teléfono y que esperaba unos minutos antes de bajar la aguja del tocadiscos. Y desde mi ventana me maravillé al verlo de nuevo danzando con su cojín, transportado por una música silenciosa que volvía ligeros sus pies y atenuaba la gravedad para sus piernas arqueadas. El balanceo de caderas y sus avances y retrocesos sobre el parqué me hicieron sospechar un ritmo caribeño. Un merengue o una bachata, puede que un vallenato.
Tardé un par de días en deducir el motivo de la llamada que el anciano hacía antes de dar el primer paso. Se me ocurrió recorrer con la mirada todas las ventanas que se alcanzaban a ver desde la mía, emocionado por si la casualidad favorecía mi expectativa. Casi di un brinco al localizarla en el segundo bloque hacia la derecha, tercera planta. El salón era muy parecido al de mi bailarín. La mujer tendría también más de setenta y bailaba junto a una alfombra enrollada, sujetando con ambas manos una revista. Sonreí al pensar que ella —quizá más recatada con su collar de perlas y su imperfecta permanente sin mantenimiento de peluquería— prefería respetar la distancia con su compañero de baile, mientras que él se arrimaba sin sonrojo al cojín.
En el barrio hay una academia de baile. Imaginé que el camino de mis danzarines se habría cruzado al asistir a alguna de sus clases. O quizá ya eran amigos previamente, o puede que solo conocidos y que fuera después cuando, quién sabe, se convirtieron en algo más. El caso es que allí estaban aquellos dos ancianos bailando cada atardecer tan cerca y tan lejos uno del otro, conmigo como embelesado testigo de sus evoluciones.
Al día siguiente podría contemplar la operación completa, así que decidí asomarme con el teléfono preparado.
A la hora prevista alterné vistazos de una ventana a otra y los vi apartando muebles y alfombra en sus respectivos salones. Esta vez fue la mujer quien eligió un disco —compacto, ella era más moderna que él— y llamó para comunicar la elección. Él buscó entre sus vinilos y no tardó en disponer uno en el tocadiscos. Ambos miraron el reloj y empezaron a bailar en perfecta sincronía. Él avanzó con el pie derecho y ella retrasó el izquierdo, cada uno complementando el paso del otro en sentido opuesto. La cadencia y morosidad de las figuras me hizo pensar en un bolero.
A mi cabeza acudió un título de Armando Manzanero, Contigo aprendí.
Busqué la canción y la reproduje en mi teléfono sin dejar de mirar las dos ventanas que se abrían al ensueño de la pareja de ancianos bailarines. Él rodeaba con delicadeza la cintura del cojín. Ella inclinaba la cabeza y quise imaginarla apoyada en el hombro de él. Y los pasos de una —aunque sin temor ni prisa— huían de los del otro, que nunca llegaban a alcanzarlos. En aquella persecución que se ajustaba a la música de mi teléfono había algo mágico que me conmovió.
Cuando llegó la línea que dice aquello de que tu presencia no la cambio por ninguna, se me anudó la garganta. Recordé las cifras de los telediarios y el impacto de la crisis en la generación que nos entregó envuelto con un lazo el mundo que conocimos. Con nuestros mayores, pensé, podía perderse también esa forma de bailar. Porque ni sus hijos ni sus nietos sabríamos hacerlo con tanta honestidad. Mirando a los ojos del otro —o capaces de imaginarlos cada uno en su salón— para adivinar en lo más profundo del noble cerco de arrugas y pliegues toda la vida que hay detrás. Todas las vidas.
Y mientras bajaba mi persiana para dejarles intimidad solo pude desear que pronto el cojín y la revista volvieran a serlo, y que de nuevo mis bailarines confinados se enlazaran en el hechizo perpetuo de un bolero piel con piel.
Porque quizá un bolero miente cuando se lo escucha pero, cuando alguien lo baila así, no cuenta nada más que la verdad.
(Revisado, 15 de mayo de 2020)
Me emociona tu historia. Genial.