A la una… A las dos… ¡A las Wells!

Desde que desapareció, cada jueves he tomado un taxi hasta la casa abandonada de Richmond. El criado me confió la llave cuando tomó la decisión de darse por despedido. Después de una rápida inspección sacudía el polvo de los sillones y me sentaba a leer un diario, despachaba varios cigarros en la sala de fumar o registraba por enésima vez el laboratorio sin encontrar nada que anunciara el regreso del propietario.

Así he pasado algo más de tres años, jurándome que no volvería a Richmond con la certeza de que la semana siguiente faltaría a mi palabra.

Pero ayer mismo, mientras hacía trampas en un solitario, escuché un ruido al final del corredor que conduce al laboratorio. El Viajero a través del Tiempo —convendrá seguir llamándolo así, como en mi anterior relato— había vuelto.

Tardé en reconocerlo porque llegó enmascarado. Su vestuario también me desconcertó. A pesar de la proverbial excentricidad de algunos científicos, su atuendo era impropio de un caballero. Calzaba una especie de sandalias que se reducían a una suela sujeta al dedo gordo por dos cintas. Llevaba las pantorrillas al aire porque las perneras de su pantalón estaban recortadas a la altura de la rodilla. Lo mismo ocurría con los antebrazos, que asomaban por las breves mangas de lo que parecía una prenda interior. Lo encontré más delgado, pero sus ojos grises aún centelleaban por encima del rectángulo azul que le cubría boca y nariz. La cojera había desaparecido. Me pregunté si la herida del mentón habría dejado cicatriz.

Él me reconoció al instante. Me ofreció el codo a modo de saludo y recordé que había hecho lo mismo cuando nos despedimos hace tres años. Pero en aquella ocasión lo hizo porque cargaba con un aparato fotográfico y un saco de viaje. No comprendía por qué aquel gesto se había convertido en hábito. No supe reaccionar y me quedé parado, esperando a que hablara.

—Solo estoy aquí por un arrebato de nostalgia —dijo—. Quería ver en qué estado se hallaban la casa y mi laboratorio.

—¿Y por qué precisamente hoy —pregunté— y no el mismo día que nos despedimos? Si su máquina viaja a través de la Cuarta Dimensión podría elegir cualquier fecha.

El Viajero a través del Tiempo respondió sin dudar:

—Aunque haya estado saltando de siglo en siglo y de milenio en milenio, para mí ha transcurrido el mismo tiempo. También soy tres años más viejo. Me pareció lo más apropiado volver hoy.

—¿Cuánto va a quedarse?

El Viajero a través del Tiempo negó con la cabeza.

—Ni un minuto más.

Me rasqué el cogote tratando de imaginar qué sería aquello tan urgente que tuviera que hacer y, sobre todo, cuándo.

—Verano de dos mil veinte —respondió al plantearle mis dudas.

Sacó un frasquito y se frotó enérgicamente las manos con la loción que contenía. Se acercó a la máquina y tomó el mismo aparato fotográfico con el que lo había visto marcharse tres años atrás. Lo dejó sobre un aparador y dijo:

—Le recomiendo que no lo toque en varios días. Deje pasar una semana, por si acaso. Si revela las placas quizá logre comprender una pequeña parte de la futura evolución de la Humanidad. Lo mejor será que después destruya las fotografías.

El Viajero a través del Tiempo se acomodó en el sillín de su vehículo, dispuesto a partir. Mi cabeza era un torbellino.

—¿Pero qué pretende hacer? —acerté a preguntar para retenerlo.

El Viajero a través del Tiempo me miró por encima de su máscara azul con ojos centelleantes.

—¿Recuerda lo que les conté la penúltima vez que nos vimos? —empezó—. ¿Que había alcanzado a ver un mundo muerto bajo un crepúsculo eterno y congelado? ¿Que llegué a ese punto sin retorno después de huir del año 802.701? ¿Recuerda usted lo que había encontrado allí? Pues bien, me propuse identificar en la Historia el punto de inflexión que habría de conducirnos a una sociedad dividida en Elois y Morlocks. Por eso viajé dando saltos aquí y allá, al principio desordenados pero cada vez más sistemáticos. Hallé tanto odio y destrucción que las guerras mundiales tuvieron que ser numeradas según se sucedían. Por cierto, sepa usted que la primera no está lejana.

Yo escuchaba horrorizado las palabras del Viajero a través del Tiempo.

—Pero de los conflictos bélicos la Humanidad logró salir adelante, aunque de las soluciones derivaran injusticias y componendas que llevarían a otros enfrentamientos y pugnas. En ese ovillo de causas y efectos yo no lograba dar con el detonante concreto que provocaría que la mitad de la Humanidad terminara viviendo indolente en la superficie, débil y dedicada a su propio placer, mientras la otra mitad se sumía en la oscuridad y el desprecio del subsuelo. ¡Hasta que por fin encontré el instante preciso!

Yo no osaba interrumpir al Viajero a través del Tiempo.

—Un verano de absoluta confusión que se caracterizó por la inconsciencia y el egoísmo, por la torpeza política y la iniquidad de los mercados, por la repetición y magnificación de disparates que polarizarían la sociedad en dos subespecies antagonistas: una bañada por el sol y la otra olvidada bajo tierra. Pero las dos igual de miserables en su existencia.

Yo seguía mudo.

—Decenas de veces he ido y vuelto del verano de dos mil veinte, he ensayado decenas de medios y decenas de fórmulas, y lo único que he conseguido es empeorar la situación o dejarla igual —se lamentó—. Pero creo que la última vez estaba en el buen camino. Mientras me queden fuerzas para seguir intentándolo habrá esperanza de que un día de ese verano entiendan sus errores.

Sin más explicaciones se ajustó la máscara azul y accionó las palancas de su artefacto. La máquina empezó a desvanecerse en un remolino negro y cobrizo con destellos de marfil. Mientras, yo podía oír la cuenta del Viajero a través del Tiempo y la repetía en mi cabeza.

—A la una…

«A la una…»

—A las dos…

«A las dos…»

Y desapareció.

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