Jesús Gella Yago, ganador del XIX Concurso de Relatos Torrero

El relato «Corazones de papel» del autor zaragozano Jesús Gella Yago ha resultado ganador del primer premio (entre 132 obras participantes) en el «XIX Concurso de Relatos Torrero», convocado por la Junta Municipal de Torrero (Ayuntamiento de Zaragoza), Centro Cívico Torrero y Biblioteca Municipal Lázaro Carreter. Puedes leer la composición del jurado, el fallo y su justificación aquí.

Observa, pequeño, a aquel vagabundo de aire triste.

Mira todas las personas que se han congregado en torno suyo. Vamos también nosotros y así haremos tiempo hasta la hora de comer. Acerquémonos sin miedo, porque seguro que merecerá la pena. Que los zapatones hambrientos y su maquillaje algo grosero no te asusten. Aunque el blanco y negro ya fue desterrado de las pantallas, su traza creo que te resultará familiar. Me parece haber visto alguna figura parecida en los cuadernos donde ensayas con tus lápices de colores. Pero cuidado, espera. No pases de ahí, ese es el límite.

Fíjate en que el público celebra su silenciosa pantomima pero también respeta, y tú así debes hacerlo, la sombra del vagabundo. El anillo de curiosos no interrumpe, mientras el sol que dora los tilos no la alargue demasiado, las evoluciones de su perpendicular y oscura proyección. Igual que su dueño, avanza a trompicones pero sin separarse del suelo. La silueta tendida del vagabundo, como la aguja de un reloj, manipula con anarquía entrañable el paso del tiempo en la esfera que dibuja su público embelesado. Ten cuidado, pues, de no pisarla.

Pero si eres afortunado y tiende su mano enguantada para invitarte a traspasar el perímetro, tómala y hazlo sin dudar. Descubrirás entonces, con tu recién estrenado asombro, el mundo como solo él puede comprenderlo. No temas si un abanico de arrugas araña el polvo de arroz de sus mejillas o si su minúsculo bigote se disloca perplejo como si fuera a romper en llanto. Seguro que terminará por encoger los hombros, hará malabares con su flexible bastón de caña y sonreirá bajo su bombín. Entonces comprobarás que dentro de ese círculo nada malo puede ocurrirte. Allí no caben miedos o rencores, ni envidias o abismos, ni traiciones o desdichas; ni ninguna de esas palabras que, aunque no se detuvieran contra la espalda de quienes contemplan las reducidas aventuras del vagabundo, tú ignoras porque nadie en tu vida las ha inventado aún.

Vaya, parece que va a haber suerte, se acerca a nosotros. O más bien a ti, pequeño, porque para entrar en el círculo hay que ser así de alto. Tranquilo, es mi mano la que sientes en tu hombro animándote a dar el paso. Espero que el aplauso que pedirá para ti el vagabundo no te amedrente, que no te haga soltar el globo que esta tarde se ha convertido en tu más luminosa posesión. Podría comprarte después otro igual de bonito pero los dos, y sobre todo tú, sabríamos que no es el mismo. Mira, ahora puedes estar convencido de que todo irá bien, porque el vagabundo se ha preocupado de atar el cordel del globo a una trabilla de tu cintura. Así podrás concentrarte en todo lo que extraiga de su maleta y que, seguro, necesitarás para unirte a su exploración.

En el tiempo que un parpadeo vela el paisaje, todo ha cambiado. Ya estás dispuesto para escalar aquella montaña que señala el vagabundo. ¿Cómo no habremos reparado antes en ella si es altísima y además tiene la imposible forma de un taburete? Acabas de ser nombrado guía. Eres el responsable de una brújula de cartón que te tiene confundido, porque un mecanismo oculto hace que gire desnortada. Pero no importa, ya os adentráis en la selva transparente. El vagabundo conoce los vericuetos del sendero y, para despejarlo, fabrica dos machetes con globos alargados que chirrían al enroscarlos. En otro abrir y cerrar de ojos, el paisaje cambia de nuevo. Detrás de un panel salpicado de estrellas de purpurina, desciendes los escalones que se sumergen en estas baldosas que se nos habían antojado sólidas. Es un efecto clásico que, si se hace bien, resulta mágico. Y tú has estado a la altura, sobre todo cuando habéis reaparecido catapultados por un ascensor rapidísimo. Por último, el vagabundo reclama tu ayuda para tirar de una cuerda que no podemos ver. Parece rodear las caderas de esa muchacha, mírala qué guapa es. Sonríe divertida y se resiste, sin mucha convicción, a los tirones con los que tú y el vagabundo pretendéis atraerla al centro del círculo. Pero la cuerda se suelta, o quizá se ha roto. El vagabundo cae hacia atrás con una voltereta, su sombrero vuela y tú das un respingo regocijado.

En fin. Tu nuevo amigo ya te despide agitando una mano, mientras brinda la otra a la muchacha de la cuerda invisible. Pícaro, reparte sonrisas en tu dirección y pestañeos de colibrí en la de ella.

Vuelve a mi lado, pequeño. Cede tu lugar sin dejar atrás la felicidad que contigo ha compartido el vagabundo, pero quedémonos a ver qué pasa. Da igual que se hayan sumado nuevos espectadores. Nosotros seguimos en la parte interior del anillo y no nos perderemos nada. Parece que la muchacha duda. Mira a su alrededor como si buscara a alguien cerca y, con disimulo, consulta la hora en su muñeca. Pero por fin se ha decidido a entrar y el vagabundo le da la bienvenida con una cabriola espléndida.

De nuevo tocado con su bombín, ha plantado dos sillas muy juntas en el centro. Invita a la muchacha a sentarse en una y él ocupa la otra. Como no tenga cuidado terminará resbalando, porque se apoya en el borde para dejar el mayor espacio entre ambos. Evita girarse hacia ella, aunque de vez en cuando la mira furtivo. Si sus ojos se encuentran, él disimula apuntando en la dirección contraria algo que nadie, pero quizá tú sí, pequeño, puede adivinar. Cuando ella desvía la mirada para buscar lo que el vagabundo le muestra, él lanza al aire dos, tres y hasta cuatro besos veloces que no alcanzan su objetivo; y vuelve tímido a retorcer sus manos entre las rodillas, esperando la próxima ocasión. Un aleteo nos sorprende y la muchacha le ayuda a espantar los gorriones que han anidado en su bombín cuando, en un descuido, ha sembrado de semillas su ala.

Acabamos de darnos cuenta de que con la distracción se ha ido acercando a ella, tanto que casi la roza ya. Señala con orgullo una hermosa flor de papel rojo que lleva prendida del tirante izquierdo. Abriendo y cerrando la mano, nos da a entender que conforme se aproxima a la muchacha late más y más deprisa. Ella le sigue el juego y apoya la cabeza en el hombro del vagabundo. La mano y la flor de papel, de súbito, dejan de palpitar. El vagabundo se alarma al comprender que la emoción las ha paralizado; pero con dos golpecitos urgentes de la otra mano consigue que otra vez funcionen.

Tranquilo, pequeño, el susto ya ha pasado. Además, mira, el vagabundo desprende la flor del tirante para dársela a ella. Ese pedazo de papel primorosamente plegado en forma de flor es lo único que tiene, y aún así no duda en ofrecérselo. La muchacha, con la delicadeza que el obsequio merece, toma la flor con ambas manos y mira con ternura al vagabundo.

Pero algo interrumpe el mágico instante que bien pudiera haber durado una eternidad: un joven ha atravesado sin miramientos el anillo y sacude con ademán exagerado su reloj. Mientras ella se levanta de la silla para reunirse con el joven que la espera, el vagabundo ha sacado de su maleta una margarita enorme de fieltro. Con el primer beso que se regala la pareja, arranca y deja caer un pétalo. Mueve afligido la cabeza hacia los lados. Ella se vuelve y se despide del vagabundo con una sonrisa, a la vez que otro pétalo de fieltro cae y el vagabundo afirma con la barbilla. Los jóvenes se enlazan por la cintura y ya están a punto de salir del círculo. Otra negación acompaña la caída del tercer pétalo.

No me mires así, pequeño, nada hay que podamos hacer salvo apartarnos para dejar que pasen; porque eso es lo que ellos creen desear. Qué no daría yo por ocupar su sitio.

La pareja se aparta del grupo. La margarita de fieltro se deshoja con cada uno de sus pasos y el gesto del vagabundo sigue alternándose. Sus hombros están hundidos por el desengaño, mira su boca curvada hacia abajo y la frente llena de las arrugas que generan sus cejas arqueadas. El círculo ha vuelto a cerrarse y la despoblada margarita conserva un único pétalo. Creo que todos, y tú también, pequeño, hemos perdido la cuenta. Con el estómago encogido observamos al vagabundo que se sienta con cuidado en su silla, junto a la maleta abierta, contemplando el pétalo solitario y sin atreverse a desprenderlo. Entonces se da cuenta, y nosotros con él, de que la muchacha ha olvidado, o ha preferido abandonar, la flor roja de papel sobre el asiento de la otra silla.

El vagabundo la recoge y parece que pasan siglos. Trata de fijarla de nuevo en su tirante, pero la flor roja se deshace entre sus dedos y deja de ser hermosa. El corazón del vagabundo está roto. Niega con la cabeza y tira del último pétalo de fieltro, guardándolo con un suspiro en el interior de su maleta. Aprovecha para sacar un frasco oscuro, no sabemos lo que es, pequeño, ahora lo veremos. Parece betún, sí, es betún; y con destreza pinta en su mejilla tres lágrimas negras. Baja la cabeza muy, muy despacio. Su sombrero rueda hasta el suelo delante de él. Bocarriba, se balancea entre pétalos extirpados demandando nuestra contribución.

Toma estas monedas y ponlas dentro del sombrero igual que hace el resto de la gente.

Y ahora, con esa cara de disgusto que traes de vuelta, cómo te llevo yo a casa, qué me van a decir tus padres. Aguardemos cerca, solo un momento más, junto a ese árbol. Un nuevo grupo de personas remolonea ya en torno a los bártulos del vagabundo para espiar, como nosotros, sus preparativos.

Fíjate bien, seguro que te has dado cuenta. Ha restaurado su maquillaje, las lágrimas negras se han desvanecido y lleva su hermosa flor roja de papel en el tirante izquierdo. Hace girar el bastón y se mueve trazando círculos para definir un contorno que, pronto, fortificará el público con miradas cómplices. Todo vuelve a empezar, pequeño. El vagabundo llama la atención de esa jovencita que pasa pedaleando. Ella se ha detenido y contempla la flor roja de papel que él señala galante en su pecho.

Sin duda, el vagabundo se ha enamorado otra vez.

Vamos ya, pequeño, vámonos. Deja que apoye la mano en tu cabeza para revolverte el pelo, sabes cuánto me gusta hacerlo. Tú solo preocúpate de que tu globo no se suelte de la trabilla. Así podrás disimular tu desconcierto al no saber si tienes ganas de reír, o si lo que necesitas es liberar la humedad inesperada de tus ojos.

No tengas prisa, un día lo entenderás.

Cuando el tiempo termine por vencer el privilegio de tu edad, te aseguro que lo entenderás.

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