Próxima parada…

Un relato de Jesús Gella Yago…

Primavera de 1930. Camino de Cerecedo…

El autobús que atraviesa el Valle de Boñar es un Hispano-Suiza con matrícula leonesa y lo conduce Catalina García González. Ella nació cerca, en Puebla de Lillo, y conoce bien las sinuosas carreteras. Este tramo es de bajada y el vehículo casi tira solo, así que se permite disfrutar del verdor del bosque de Pardomino y del perfil de la Peña San Pedro contra el cielo de media mañana. Se ha puesto en marcha pasadas las siete y ya ha completado el primer trayecto de ida. Pronto verá asomar de nuevo la espadaña de la iglesia de Cerecedo. Durante la parada tendrá que ejercer como cartera, repartiendo el correo que ha recogido en Boñar. Debe darse prisa para completar el recorrido de vuelta y llegar a tiempo a la hora de las comidas en la pensión que también regenta. Su marido trabaja en las minas de San Andrés, como la mayoría de los hospedados en «Casa Catalina». Por la tarde volverá a repetir los dos trayectos con el autobús, hasta Boñar y volver, antes de la hora de las cenas.

Catalina logró la concesión de la línea hace dos años. Su primera solicitud fue desestimada en favor de otra compañía. A ella le consta que aquella decisión la formalizó una ceja enarcada con escepticismo ante la idea de una mujer conduciendo un autobús entre montañas. Pero a fuerza de insistir y hacerse valer, consiguió la licencia para una ruta alternativa que uniera Cofiñal y Boñar. A cambio, asumía sin remuneración el reparto de correo y medicamentos en una veintena de paradas a lo largo del trayecto.

Mientras enfila la entrada de Cerecedo, algunos paisanos vuelven la mirada hacia el autobús. Catalina sabe que con su buen hacer y su tesón ha cerrado muchas bocas que rumiaban chascarrillos más o menos hirientes al paso del vehículo. Lleva haciendo las dos cosas toda la vida: transportar mercancías y personas, y callar bocas. A los catorce años acercaba en caballería remesas de truchas al ferrocarril de La Robla. A los dieciocho empezó a guiar un coche de caballos que recorría una ruta similar a la que ahora hace al volante de su Hispano-Suiza. Y esto lo ha logrado gracias a que, antes de cumplir los cuarenta, obtuvo el primer permiso de conducir expedido a nombre de una mujer en España.

En 1904 la célebre doña Emilia Pardo Bazán fue la primera mujer española en conducir —algo a regañadientes— un automóvil. Pero en 1925, la anónima Catalina García González fue la primera que tuvo el arrojo de intentar examinarse para hacerlo. Sin saberse una pionera, y con el beneplácito y correspondiente autorización de su marido, solicitó un certificado de buena conducta y se plantó en León. Don Antonio Martín Santos fue su examinador. Durante años podría contar que, durante el examen, aquella osada mujer empeñada en conducir provocó un accidente en la muralla del Molino de Sidrón. Un suspenso impepinable, solía decir. Pero Catalina, como buena montañesa, no se dio por vencida. Jamás lo había hecho y no iba a empezar entonces. Lo intentó por segunda vez y lo consiguió.

Catalina detiene el autobús en Cerecedo. Los pasajeros bajan y se mezclan con los que esperan, hasta que ella se ocupe del correo. Sabe que todavía hay quienes la observan y cuchichean a su espalda. Pero ya son los menos.

Mientras cruza la plaza recuerda el asombro que ocasionaba al principio. Tres años antes de que ella obtuviera el permiso su marido había adquirido un Ford T que podía rodar a setenta kilómetros por hora. Al verla al volante las mujeres de Puebla de Lillo se santiguaban y los hombres se rascaban la cabeza confusos, con la gorra echada hacia atrás. También recuerda las reacciones cuando circulaba por las calles de León. Si tenía que detenerse en un cruce próximo a la terraza de algún café, no faltaban las chuflas de lechuguinos que la señalaban con un pitillo entre los dedos o endomingados caballeros que torcían el gesto y renegaban entre dientes bajo el mostacho.

Catalina termina rápido con el correo y los encargos de Cerecedo, y regresa junto al Hispano-Suiza. Ordena la subida de los pasajeros y se acomoda en su asiento para emprender el camino hasta el siguiente pueblo. Pone en marcha el motor. El sonido y el traqueteo le resultan reconfortantes.

Hace unos meses un viajero sacó un periódico de la maleta y le mostró un artículo sobre mujeres conductoras bajo la firma de Blanca de Azevedo. Retiene en la memoria varios párrafos, en especial el que decía: «Para ellas conducir un automóvil es un motivo de coquetería para atraer hacia sí las miradas golosas que a todas nos encantan, y cuando se ven observadas por un hombre oprimen el acelerador y desaparecen describiendo viajes inverosímiles». Todavía se le crispan los nudillos en torno al volante si piensa en aquel texto.

Catalina maniobra con pericia para salir de Cerecedo. Varios niños persiguen al autobús hasta que el escape y el polvo los disuade. En cuanto la carretera empieza a desplegarse como una cinta delante del radiador del Hispano-Suiza, Catalina suspira satisfecha. Las casas y la iglesia de Cerecedo van haciéndose cada vez más pequeñas en el espejo, igual que en León las miradas socarronas y condescendientes se quedaban en lo más profundo del retrovisor del Ford T.

Conducir de pueblo en pueblo, entre bosque y montañas, hace que se sienta libre y que el pecho se le llene de orgullo. Se lo ha ganado. El volante, la carretera y el paisaje le pertenecen. Su vida le pertenece. Al frente, al otro lado del parabrisas, se vislumbra el futuro. El suyo y también el de las mujeres que seguirán sus pasos. Un futuro cuyos baches e incertidumbres, como los del camino cuando cae el sol durante el cuarto trayecto del día, iluminan los faros del Hispano-Suiza de Catalina.

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