Podemos ser héroes…
Esa canción de David Bowie siempre ha acudido en mi rescate antes de cada concierto. En alguna entrevista habréis oído que, de niña, uno de mis primos me pintó un rayo rojo y azul atravesando mi cara. Me negué a lavármelo y al día siguiente amanecí convertida en un borrón de purpurina; pero me creí tan especial que ya nunca quise dejar de sentirme así.
Los camerinos son a la vez jaula y refugio. Fuera solo hay pasillos mal iluminados y, más allá, vuestro rugido voraz e insaciable. Si en un descuido de seguridad alguien consiguiera colarse se llevaría un chasco al encontrarme desmadejada en un sillón, con la cremallera de los botines a medio subir y un cigarro consumiéndose entre mis dedos. En ese momento lo más importante es armar en mi cabeza la salvadora melodía de Bowie. Es solo un eco lejano, pero al mezclarse con el humo ayuda a sosegar los minutos de soledad y zozobra previos a mi aparición en el escenario.
Antes de que lo sacaran a rastras el intruso podría ver un estuche de guitarra abierto junto al refrigerador, algo nada extraño en un camerino. Pero ese instrumento es especial. Me lo regaló el mismo primo que iluminó mi cara de niña con aquel rayo alienígena. Fue mi primera guitarra y viaja conmigo desde la gira de mi disco de debut. Es muy básica, casi un juguete. Nunca la uso en los conciertos pero necesito tenerla cerca, en un lugar visible del camerino. Encajada en el estuche abierto parece un cuerpo dentro de su féretro. Me recuerda mis primeros pasos y me previene de lo rápido que puede precipitarse el final de una carrera. Viajar en el tiempo a través de su caja de resonancia también forma parte del ritual antes de salir al escenario.
Con un palo de fregona como micrófono y aquella guitarra al cuello, ensayé delante del espejo de mi habitación los gestos y movimientos que años después os harían aullar: la barbilla alta y las piernas separadas pero firmes como puntales, dejándome caer de rodillas, o lanzando una patada a aquel radiante futuro que intuía detrás de mi reflejo. Alineaba muñecos y peluches para cruzar mi mirada con la suya o estrechar sus patitas mullidas, segura de que un día sería capaz de detener el tiempo mirándoos a los ojos o rozando la punta de vuestros dedos con los míos. Pronto empecé a escribir mis propias canciones. No os conocía aún, pero ya iban dirigidas a vosotros. Un torbellino de pentagramas y anotaciones sepultaron los libros del instituto. En la terraza de mis abuelos, en un banco del parque o escondida en los lavabos durante una clase aburrida, cualquier lugar era bueno para sacar la guitarra de su estuche y atacar los acordes más complicados.
Mi primer disco me llevó por pueblos engastados en campos interminables. Teloneábamos a otras bandas sobre estructuras de mecanotubo y plazas de toros portátiles. La canción de Bowie empezó a acudir en mi socorro y, aunque apenas me prestabais atención, vuestros aplausos distantes me animaban para encarar el siguiente concierto. En cada pensión y hotel de carretera soñaba con suites alfombradas y tormentas de flashes.
El segundo disco me sumó al cartel de festivales consolidados. Algunos ya empezabais a aguantar bajo la lluvia o el sol abrasador para lucir camisetas con mi nombre lo más cerca posible del escenario. Había nacido mi primer club de fans. En la furgoneta soñaba con coches de lunas tintadas y escoltas en motocicleta.
El tercer disco me permitió girar con escenario propio y un equipo de treinta personas. Reinventé mi sonido y la estética de la banda. Llenábamos pabellones polideportivos y los grupos locales se ofrecían para actuar antes que nosotros. Bajo los focos os podía contar por miles. Al leer las reseñas de prensa ya no tenía que soñar con portadas y redes sociales en llamas.
Grabamos el último concierto de la gira. Vosotros erais doce mil. La constelación de pantallas de vuestros teléfonos aún me produce vértigo cuando repaso el video. En el minuto cuarenta y dos se advierte el estupor del personal de seguridad al dejarme llevar por una marea humana hasta el centro de la pista. Podríais haberme engullido para escupir luego mis huesos, pero me devolvisteis sana y salva al escenario. Y en ese preciso instante todo cambió: habíais hecho de mí una estrella.
A principios del año pasado salió el nuevo disco y firmé mis primeros contratos internacionales. Estaban previstas más de setenta actuaciones en grandes recintos. Las entradas volaban en pocas horas. La espectacular escenografía, el vestuario y el repertorio impactaron en los primeros conciertos. Era cosa hecha. Por fin iba a instalarme en el cielo para no bajar nunca jamás.
Pero todo saltó por los aires y el mundo frenó en seco. El test de antígenos de esta mañana me ha servido para comprobar que mi sangre ha vuelto a ser roja, como la vuestra. Y aquí estoy, en el camerino de este pequeño teatro que lleva más de un año cerrado. Cuando mi asistente llame a la puerta aplastaré la colilla y cerraré la cremallera de los botines. Después de dedicar un último vistazo a mi vieja guitarra me reuniré en el pasillo con la banda. No hemos tocado juntos desde hace quince meses.
Será como empezar de cero. Subiré al escenario y un foco cegador caerá sobre mí. Si me esfuerzo podré distinguir las primeras filas. Unos pocos cientos, todos sentados y con butacas vacías entre vosotros para garantizar la distancia. A pesar de las mascarillas os reconoceré a más de uno. Sois la vieja guardia, nunca me habéis fallado. Confío en que no os deis cuenta de que mi mano tiembla al acercarse al micro. Pero todo estará bien. Bowie me susurrará de nuevo al oído que podemos ser héroes. Aunque solo sea por un día.
Aunque de momento solo sea esta noche.