Noches del Ebro. Parque Deportivo Ebro de Zaragoza, 11 de octubre de 2021
El Jardín de las Artes es un nuevo espacio escénico de Zaragoza que, además de entretenimiento familiar, propone en estas peculiares «no-fiestas del Pilar» una atractiva oferta de conciertos bajo la denominación Noches del Ebro. Las acogedoras dimensiones del recinto, decorado y acondicionado a modo de terraza chill out, propician la cercanía y complicidad perfectas para descubrir en la distancia corta a los artistas invitados.

La segunda cita de las Noches del Ebro contó con Mikel Erentxun, que llegaba con el flamante y recién publicado Amigos de Guardia bajo el brazo. Su nuevo álbum repasa su trayectoria (con y sin Duncan Dhu) a través de veinte canciones compartidas con compañeros de profesión y vida de la talla de Bunbury, Coque Malla, Amaral, Quique González, Maika Makovski o Diego Vasallo, en versiones que llegan a crecerse ante los temas originales que trazaron el mapa de nuestra educación musical y sentimental. Si en el disco Mikel Erentxun suena sólida e impecablemente arropado por amigos que aparecen esos días en que tú quieres desaparecer, en esta ocasión se presentó solo sobre el escenario. Con chaqueta de corte militar, sombrero de ala ancha y pluma blanca, iluminado por un discreto pero solvente juego de luces y acompañándose de guitarra acústica y piano, construyó un repertorio hecho a medida para cautivar sin trampas ni artificios.

El recital arrancó sin concesiones a Duncan Dhu, como era de esperar y desear en un artista que está a punto de redondear tres décadas de carrera al margen del grupo. El primer tema fue El mejor de mis días, desde aquel Detalle del miedo grabado en 2010 con Las malas influencias. La siempre bienvenida Cicatrices empezó a calentar al público, que ya se rindió irremediablemente en el tercer tema, la infalible Mañana. Con Veneno Mikel Erentxun desplegó esos característicos recursos vocales que le permiten ronronear de forma acariciadora o propinar un latigazo de energía en un solo segundo.

La humedad del cercano Ebro obligaba a Mikel a afinar con frecuencia su guitarra, pero esas pausas técnicas no enfriaban el ambiente. Las dos primeras perlas del cancionero de Duncan Dhu llegaron con Entre salitre y sudor, del monumental Autobiografía de 1989, y con A tu lado, del LP Piedras de 1994. De vuelta a sus trabajos más recientes, nos regaló la preciosa Ángel en llamas (de El último vuelo del hombre bala) y esa joya que es Vasos de Roma y ginebra (de Ciudades de paso). Ésta última, según contó Mikel, se ha quedado fuera de la selección de Amigos de guardia porque (incomprensiblemente) nadie la eligió. El primer tramo del show culminó con El hombre que hay en mí, de aquel álbum «de resurrección» que fue Corazones (2015).

Sentado al piano abordó ¿Quién se acuerda de ti? (del álbum Acróbatas). Me pregunto si, al escuchar esta canción, sólo yo pienso lo bonito que sería volver a oír a Mikel Erentxun cantando Always on my mind de Elvis Presley. Cosas mías, yo ahí lo dejo. Imagino (del último LP de Duncan Dhu, Crepúsculo) dio paso a una sorprendente interpretación del clásico Esos ojos negros. Convertida en sus primeras líneas casi en una elegía, derivó en una sugerente versión uptempo cuando desde el público alguien gritó «¡Eterno Mikel» y el artista reconoció entre risas estar «viniéndose arriba». Por un instante el anfiteatro del Jardín de las Artes se transformó en un honkytonk, o quizá en el mítico Palomino Club de Las Vegas, mientras Mikel improvisaba un boogie woogie poseído primero por Fats Domino y después, tirando hacia atrás el taburete, por el mismísimo The Killer.

De vuelta al centro del escenario y guitarra al cuello, con En algún lugar y A un minuto de ti consiguió que al público le quemara el asiento de sillas y sillones. El cuerpo pedía ya olvidarse de restricciones y ponerse en pie, pero triunfó la contención. Una brevísima pero encantadora versión de Sueño escocés dio paso a uno de esos momentos que demuestran la talla, generosidad, talento y honestidad de un artista. Desde el público alguien había pedido en varias ocasiones que Mikel rescatara Libélulas, del álbum El hombre sin sombra de 2017. Sin pensárselo, buscó los acordes en el mástil de la guitarra y pidió que alguien le recordara la primera línea de la canción, que parecía resistirse en su memoria. El muchacho que la había pedido recitó los primeros versos y Mikel le invitó a subir al escenario cediéndole el micrófono. Incrédulo al principio pero con un aplomo envidiable después, Javier (el afortunado fan), cantó la canción completa mientras Mikel lo acompañaba con la guitarra. Al terminar se fundieron en un abrazo y Javier, convertido en el tipo más feliz sobre la faz de la Tierra, se despidió sin resistirse a exclamar que aquella era «¡la mejor canción de amor!». Y precisamente después de Cartas de amor, como si todo obedeciera a un plan trazado con precisión de relojería para emocionarnos, Mikel Erentxun dejó el escenario obligándonos a reclamar su regreso bajo los focos.

La tanda de bises arrancó con Intacto, del LP 24 golpes, interpretada al piano.
De nuevo armado con su guitarra, nos regaló una versión de Agua de Jarabe de Palo que terminó con la mirada y el brazo alzados hacia al cielo en homenaje y recuerdo a Pau Donés. Para sacudirnos la melancolía llegó la celebradísima Cien gaviotas, seguida de Moriría por vos de Amaral. Sin embargo no llegó a completarla después de una confusión en la letra y de reconocer que estaba sonando en un tono equivocado. Como suele decirse, la intención es lo que cuenta; y el ambiente era lo suficientemente distendido y cómplice como para reconocer y agradecerle a Mikel Erentxun el detalle de recurrir para la ocasión al cancionero de los zaragozanos.

Para cerrar con aires de fiesta este concierto de las «no-fiestas del Pilar» Mikel sugirió que para que la «normalidad que ya casi estamos alcanzando» fuera «un poquito más normal» nos pusiéramos en pie pero sin abandonar nuestros sitios. Desde luego no íbamos a desairar su petición, especialmente cuando el final del recital vino de la mano de «Jardín de rosas» y «Una calle de París».

En resumen: un ambiente perfecto para un repertorio infalible que, en 21 temas (si descontamos las versiones de Jarabe de Palo y Amaral), hizo parada en hasta 15 álbumes diferentes de Duncan Dhu y Mikel Erentxun. Un excelente repaso a una sólida trayectoria que ya abarca cuatro décadas (desde 1981 si consideramos sus andanzas con Aristogatos) que bien merece ser celebrada con amigos de guardia o solo bajo el ala de su sombrero.

Un concierto en las antípodas de la parafernalia eléctrica del rock, sin red de seguridad, en un honesto mano a mano y cuerpo a cuerpo entre artista y público. Como cuando Juan Ramón Jiménez celebró la desnudez de la poesía desprovista de artificios, este formato tan cercano e íntimo nos permite exclamar (aun detrás de nuestra mascarilla) que la música es la «pasión de nuestra vida, nuestra para siempre».
La perfecta comunión. La más sincera de las ceremonias.