Entra Loquillo… ¡Zaragoza en pie!

5 de noviembre de 2021. Pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza

(Texto y fotos de Jesús Gella Yago)

Previsto inicialmente para abril de 2020 y después de dos cambios de fecha, por fin el Loco y su banda llegaban a Zaragoza para presentar en concierto El último clásico, álbum publicado en 2019 y cuya puesta de largo se ha retrasado hasta mediados de este 2021.

Durante el último año y medio el rock and roll ha sido extirpado de pabellones y salas (acabamos de enterarnos de que El Poeta Eléctrico de nuestra ciudad también cierra, poco después de hacerlo El Zorro) para ser desterrado hacia espacios de lo más pintoresco o refugiarse en teatros. Ha tenido que dejar de lado la noche para acomodarse al horario del vermut y ha reinventado el ritual para mantener la conexión y la complicidad de una feligresía muchas veces cohibida por las circunstancias. Cancelaciones, bailes de fechas, incertidumbre devoradora, irritantes reestructuraciones de aforo, abandono institucional… todo parecía en su contra, pero siempre se ha tratado de una cuestión de supervivencia: insistir es existir. Por la parte que nos toca como público, también nosotros hemos atravesado esas malas tierras donde nada parecía atreverse a crecer. A quienes hemos seguido asistiendo a eventos musicales nos ha tocado sentirnos vigilados, pastoreados, ordenados en cuadrículas y azarosos ajedrezados, amarrados a butacas y sometidos a imaginativas y desconcertantes distribuciones de entradas y espacios. Por eso no pudo haber mejor noticia cuando, hace pocas semanas, se confirmó que para el show de Loquillo en el Pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza no habría restricciones de aforo y que el público podría estar de pie en la pista.

Si el patio de butacas de un teatro nos salvó la vida cuando más lo necesitábamos, una cancha en pie nos iba a devolver la ilusión de recuperarla (casi) tal como era, apenas dos años atrás. Había ganas, muchísimas ganas. De defender el lugar en la fila contra cierzo (que lo hubo, y mucho) y marea, de reencontrarse con habituales que no conciben un concierto en la distancia, de oler el cuero, el café y la cerveza en la calle, de domar los nervios y calentar tobillos mientras el personal del recinto se posiciona en los accesos para abrir puertas, de correr y jugársela en las escaleras que conducen a la pista, de preocuparse de que nadie queda atrás, de alcanzar la valla que guarda el foso entre pista y escenario, de notar bajo los tacones la plancha metálica que te dice que lo has logrado; que la primera fila es tuya (mía y nuestra), que vas a sentir el calor de los focos y que el latido de los amplificadores se confundirá con los de tu propio corazón y el de quienes te rodean. Compartir la emoción piel con piel, olvidarse del mundo durante un par de horas de terapéutica despreocupación con toda esa gente (conocida o no) que por fin vuelves a sentir cerca, en medio de un murmullo creciente mientras Iggy Pop, Joan Jett, David Bowie, Los Bravos o The Clash amenizan la espera y los vasos de plástico ruedan vacíos.

No era poca, pues, la responsabilidad que asumían Loquillo y su banda en este primer gran concierto (para nosotros y para ellos) como los de antes. Abajo en la pista íbamos a sentirnos libres otra vez. Arriba, en el escenario, dejaban atrás largos meses con la sensación de actuar ante un público reprimido que solo podía devolverles con la mirada y la sonrisa amordazada todo lo que merecen. Conscientes de la importancia del momento y con la confianza que da jugar en su casa (porque Zaragoza lo es), pudieron dar por conquistada la plaza desde el primer minuto.

El rugido del público que recibió al Loco lo dejó bien claro, al verlo irrumpir en el escenario mientras la batería de Laurent Castagnet se desbordaba en Los buscadores. La elección de este tema de título fordiano e inspirado por Luis Alberto de Cuenca para abrir el show no es casual. Potencia springsteeniana aparte, revela los cimientos referenciales de Loquillo donde personaje y persona se forman y confunden. Esa autodefinición quedaría redondeada con los dos títulos siguientes, El hijo de nadie y Línea clara. Si alguien todavía esperaba encontrar en el repertorio del Loco un cómodo resguardo de nostalgia petrificada en repertorio o sonido, solo tuvo que escuchar la renovada y espectacular versión de Sol que llegó a continuación para descubrir (o confirmar) la constante evolución y crecimiento de frontman y banda.

Planeta Rock no pudo ser más oportuna en una noche como esta, con su invitación a posicionarse del lado del rock and roll, a bailar juntos (¡por fin!) y a estremecer la nación. Con un escueto «¡Salud Zaragoza!» dio paso el Loco al momento más ligero y optimista del show, con el texmex de Salud y Rock and Roll y una tan sorprendente como irresistible Sonríe (canción publicada en junio de 2020 cuando lo más duro de la pandemia parecía haber pasado) que nos cautivó con sus aires a lo Willy DeVille.

En recuerdo de Johnny Hallyday y Jean Paul Belmondo sonó Cruzando el paraíso, coincidiendo casualmente con el aniversario del nacimiento de Sam Shepard (5 de noviembre de 1943), de quien la canción toma prestado el título. A continuación, la poderosa Creo en mí permitió a Pablo Pérez (nuevo guitarrista incorporado a la banda en esta gira) adueñarse de la primera línea del escenario.

Privilegio de los conciertos de Loquillo en Zaragoza es poder contar con la presencia de Gabriel Sopeña. Compañero, amigo, apoyo y, en ocasiones, también brújula. Juntos recordaron la gira en la que se embarcaron hace un año bajo el título La vida por delante, cuando la poesía y la sensibilidad eran lo único que servía para mantener la esperanza y la cordura. (Aquí puedes leer nuestra crónica de uno de aquellos shows). Fue momento de recuperar Brillar y brillar, la canción que inició su ininterrumpida colaboración a principios de los ’90s. ¡Qué emoción ver al guitarrista Josu García y a Gabriel Sopeña (ambos veteranos cómplices de los zaragozanos y queridísimos Más Birras) compartiendo micrófono!

A continuación llegó uno de los momentos más intensos del concierto. Con la iluminación reducida a un foco blanco sobre cada uno de ellos, el Loco, Gabriel Sopeña y Josu García (con armónica al cuello para la ocasión) se quedaron solos en el escenario para interpretar No volveré a ser joven. ¿Existen versos más demoledores que los de este breve y lúcido poema de Jaime Gil de Biedma?

El primer tema del repertorio más clásico de Trogloditas llegó con El Rompeolas, cuyo célebre riff es siempre recibido por una ovación del público que se convierte en protagonista del estribillo. Siguió Memoria de jóvenes airados, en la que Josu García se plantó en el centro del escenario para regalarnos un estupendo solo calurosamente aplaudido.

Con Carne para Linda el Loco dejó a la banda haciendo de las suyas sobre el escenario para bajar al foso y dejarse querer por las primeras filas de público, estrechar manos y chocar puños, en un gesto que venía siendo habitual pero que los conciertos ordenados con asientos habían obligado a suprimir. El mundo necesita hombres objeto, a veces rebautizada como Ciudad de las mujeres, sonó más potente que nunca, con ese riff tan Jack White que anticipa un agotador chute de energía. Las evocadoras guitarras de El último clásico y su reafirmadora letra nos condujeron hasta la revisión de El rey del glam de Alaska y Dinarama (en cuya versión original de 1983 el propio Loquillo y Jaime Urrutia de Gabinete Caligari grabaron coros), durante la que Igor Paskual (con casaca de leopardo) asumió su papel de rey de Babilonia entre David Bowie y Marc Bolan.

El Loco se quedó solo en el escenario para alabar el ejercicio de supervivencia de músicos y técnicos durante esta demasiado larga travesía por el desierto, agravada por el ninguneo de la administración, calificando de vergonzosa la ausencia de apoyo. Uno a uno los músicos regresaron al escenario a medida que Loquillo los introducía mencionando sus lugares de residencia u origen (repartidos por toda la geografía española de Asturias a Granada) para sentenciar, al presentarse a sí mismo desde Barcelona, que «en esta banda sumamos, no restamos». Especial atención recibió Laurent Castagnet, nacido en la dulce Francia, zaragozano de adopción y afincado en Teruel, brindando con una copa de champán antes de reubicarse detrás de su batería.

Rock and Roll actitud, otra declaración de principios de título hallydayno, abrió la tanda de bises seguida por la reciente reinterpretación de La mafia del baile con ecos de Bo Diddley. Gritar aquello de «¡…cede a tus zapatos la locura de bailar!» fue casi catártico en este primer gran concierto de pie. Presentándola como composición de su amigo Marc Ros (de Sidonie), el Loco y su banda interpretaron una redonda La vampiresa del Raval antes de pasar a la soberbia El hombre de negro (de Johnny Cash) adaptada a nuestro idioma por Gabriel Sopeña.

Si en su última visita al pabellón Príncipe Felipe en diciembre de 2018 (puedes leer aquí nuestra crónica) fue una camiseta del CAI Zaragoza lo que terminó decorando el bombo de la batería de Laurent Castagnet, en esta ocasión fue una bandera con el Pájaro Loco, el escudo del Real Zaragoza Club Deportivo (1925) y el del Real Zaragoza (actual) hermanados bajo el lema «Feos, fuertes y zaragocistas». ¡Deporte y rock and roll!

La recta final llegó con La mataré (introducida por el elegante y contundente bajo de Alfonso Alcalá), Ritmo de garaje (alargada en su estribillo en un espontáneo juego entre el Loco, el público y Laurent Castagnet), la siempre festiva Feo, fuerte y formal y, mención a la más célebre obra de Francis Scott Fitzgerald incluida, la imprescindible Cadillac solitario.

Con la outro de Heroes de David Bowie aún resonando en nuestros oídos y los efusivos abrazos sobre el escenario entre banda y frontman iluminando las retinas, cruzamos la cancha (el paraíso, una vez más) en busca de una salida. Volver a disfrutar de un concierto de rock con cada sentido, con cada fibra, con todo el cuerpo, fue (tomando prestada la afirmación de Bob Dylan cuando descubrió a Elvis Presley) «como salir de la cárcel». Podrá parecer exagerado pero, quienes saben de lo que hablamos por haber probado en su alma y piel la enérgica comunión colectiva que se crea en un concierto de rock, nos entenderá al decir que habíamos echado de menos incluso el suelo pegajoso de cerveza bajo las suelas.

Una vez en la calle, la hostil y helada noche de Zaragoza trató de arrebatarnos parte de nuestro regocijo. Pero con las últimas despedidas, los taxis alejándose y los corazones bien calientes bajo el prisma de luz de las farolas, no había cierzo que pudiera con nosotros.

Hay a quienes les encanta el olor del napalm por las mañanas porque huele a victoria. A nosotros nos encanta el sonido del rock por la noche porque sabe a vida.

Tal como era antes, como siempre habría de ser… ¡Con nuestra ciudad y nuestro mundo en pie!

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