Permitidme que me presente. Aunque, pensándolo mejor, mi papel es tan insignificante en esta historia que mi nombre carece de importancia. Además, poco es lo que de primera mano puedo contar de aquella noche. Casi todo lo he reconstruido a partir de lo que oí después en corrillos donde se confundían exageraciones y hechos ciertos.
Yo era entonces un zagal y andaba ayudando a un pastor que, junto a otros de la región, velaban de noche con sus rebaños. Las ovejas estaban adormiladas y me aparté para solazarme con un festín. Medio odre de leche tibia y cuatro racimos de dátiles originaron un calamitoso trastorno en mi panza. Recordé que algo más allá, cerca del río, había un peñasco cubierto de musgo tan alto como un hombre. Se me antojó el lugar idóneo para solventar mi apuro. Estaba ya al abrigo del peñasco cuando, por encima de mi cabeza, el cielo nocturno resplandeció con un fulgor como jamás había visto. Fue tal mi pasmo que no pude culminar el menester que me había llevado hasta allí.
Salí de mi escondrijo y me vi arrastrado por los pastores que conducían a toda prisa sus rebaños hacia el puente. Yo no entendía nada. Otro ayudante de mi edad me preguntó dónde me había metido y si no había presenciado el fenómeno. Sin darme oportunidad de responder me explicó que una criatura luminosa, bañada en un esplendor que no podía ser sino divino, había batido sus alas sobre pastores y rebaños mientras pregonaba gozosas nuevas. Todos los testigos del prodigio se pusieron en marcha para buscar un niño envuelto en pañales que acababa de nacer en un pesebre cerca de la ciudad. Yo miré a mi compañero con cierta suspicacia porque la gente de monte y prado es muy dada a chanzas y mojigangas. Pero, incluso cuando mencionó huestes celestiales que imploraban paz para los hombres de buena voluntad, me pareció que hablaba completamente en serio. Así que traté de amansar los vaivenes de mis tripas y me dejé llevar por el tropel.
Al otro lado del puente ya no podía aguantar y me separé del grupo para ir detrás de unas zarzas. Una pastorcilla por la que yo bebía los vientos me alcanzó con un corderito en brazos. Estaba preocupada por si no resultaba un presente digno del niño a cuyo encuentro nos dirigíamos. Yo fingí buscar moras para el recién nacido y la tranquilicé asegurando que aquel cordero tan blanco me parecía la más generosa y honrada de las ofrendas. La pastorcilla sonrió y me dijo que no era tiempo de moras, así que tuve que desistir de mi encubierta intención y seguir caminando junto a ella. De vez en cuando carraspeaba o imitaba el balido de una oveja para, además de parecer un poco más botarate, disimular el estrépito de mis retortijones.
Alguien señaló en el cielo una estrella que había trazado una trayectoria inusual. El grupo de pastores consideró que quizá pudiera servir de guía. Fue una idea acertada porque pronto nos topamos con la retaguardia de un majestuoso cortejo que, encabezado por tres formidables dromedarios, parecía seguir nuestra misma ruta. Me acerqué a un paje y le pregunté de dónde venían. Antes de obtener respuesta acepté un pellejo de cuero que me ofreció para celebrar que ya podíamos ver el establo sobre el que se había detenido el insólito lucero. Pensé que era un lugar demasiado modesto para que allí viniera a nacer nadie importante, pero tomé un largo trago del pellejo para no mostrarme desdeñoso. Ahora sé que hubiera sido preferible rehusar con buenos modos, porque al notar la quemazón del licor en mis entrañas tuve que salir corriendo hacia un palmeral.
Bajo sus hojas dejé que por fin se desatara un cataclismo que, a pesar del parcial alivio, en verdad resultó enojoso para todos los sentidos. Como no quería que mi pastorcilla me viera en tan lamentable estado y siendo tal la desazón que me apesadumbraba, decidí volver a casa sin enterarme de lo que acontecía en aquel establo.
Casi una semana tardé en recuperarme y aún seguía hablándose de lo mismo. Me contaron que el séquito que habíamos encontrado acompañaba a tres magos llegados de oriente que buscaban al rey de los judíos. Su vasto conocimiento de la ciencia astronómica los había conducido hasta allí siguiendo la misma estrella que guiaba al grupo de pastores. Se habían alojado en el palacio del rey Herodes que, taimado e intrigante, había tratado de reclutarlos para localizar al niño que amenazaba su trono.
También oí que magos y pastores habían adorado al recién nacido en su pesebre y que le habían entregado dádivas y presentes. Al parecer, entre la magnificencia del oro, el incienso y la mirra de los magos, había destacado la radiante blancura de un corderito que saltó de los brazos de una pastorcilla para acercarse al niño y darle calor. La singular familia abandonó el establo antes de despuntar el alba. Temían que Herodes pudiera tomar represalias por el revuelo que había ocasionado la veneración unánime de pastores humildes y extranjeros de gran notoriedad. Pronto se vio que habían hecho bien en partir, porque el rey ordenó matar a los niños menores de dos años.
Por mi parte, lamenté haberme perdido unos acontecimientos tan extraordinarios y que iban a dar que hablar durante muchísimo tiempo. Solo me consolaba que nadie, y por suerte tampoco mi pastorcilla, conocía la razón que obligó a este anónimo ayudante de pastor a permanecer ajeno a lo que pasaba tan cerca de él. Mi silueta acuclillada entre las palmeras, con el fajín suelto y los calzones abajo, había pasado desapercibida para todos en un discreto segundo plano. Si en días venideros a alguien se le ocurriera representar de alguna forma escenas de aquella asombrosa noche, fuera con testimonio escrito, tallando madera o en arcilla moldeada, seguro que ignorará mi presencia.
Así sea.
