El pueblo encogió en el retrovisor hasta parecer el cadáver de un jabalí sobre matorrales de tomillo. De su espinazo de tejas y chimeneas hundidas sobresalía la lanza de un campanario sin campana ni cigüeña. Junto al hocico que dibujaba la tapia desmoronada de un corral, varias personas agitaban los brazos en alto. La mirada del conductor se humedeció cuando desaparecieron para siempre de su vista al trazar una curva. Los ojos se le pusieron como charcos y detuvo el «dos caballos» a un lado del camino para secárselos. Acababa de caer en la cuenta de que todos los que se quedaban detrás del cerro nunca habían dejado de llamarle maestro, aunque ya no fueran los niños que lo recibieron en la estación.
El edificio de ladrillo rojo se había convertido en un vestigio entre maleza, balasto desperdigado y vías abandonadas. Los felinos de guardia eran incapaces de silenciar a los gorriones invasores. El alero se había desplomado y la ruina apenas recordaba a la coqueta estación que descubrió cuando el vagón de cola lo arrojó sobre el andén. Llevaba el pelo tan largo como algunas mujeres y una guitarra al hombro. Por las mangas del jersey de cuello vuelto asomaban cronopios y tras los cristales circulares de sus gafas de alambre se adivinaba tanto brío como perplejidad. Un revolucionario, murmuró el alcalde al ver su aspecto de cantautor. Y, aún refunfuñando, ordenó a los niños de la escuela que desplegaran la pancarta que habían pintado para el nuevo maestro.
Su vetusto predecesor no se había despertado de una siesta de pijama, Padrenuestro y orinal. En herencia había dejado un residuo de temor travestido de respeto en los tinteros de los pupitres, adherido al pizarrón y también a las pupilas de los alumnos. El nuevo maestro se apresuró a asearlo desde el primer día. Empezó por proscribir el eco de reglazos contra palmas enrojecidas, enjuagó de la pared el cerco de los retratos de adalides en uniforme y, con su guitarra, enseñó a los niños canciones que no eran himnos. Ellos aprendieron a distinguir entre el movimiento de traslación y rotación de la Tierra y él comprendió los ciclos de siembra y recolección paseando por los huertos. Cuando les habló de la diferencia entre la polinización y el vuelo de las esporas todavía no era capaz de adivinar el latido de una seta bajo el manto de pinocha. Después de descubrirles los nombres de las nubes según su extensión y altura, él llegó a saber predecir si la lluvia iba a calar en la tierra o si dañaría los cultivos. Al contagiarles el soniquete de las tablas de multiplicar se preparaba para calcular el volumen de cada puesta en los gallineros y de nacimientos en las parideras. A medida que les inculcaba el vínculo entre libertades y obligaciones se hizo experto en lindes, medianeras y servidumbres de paso. Mientras sus alumnos interpretaban el significado de limoneros y cebollas leyendo poesía, él aprendió que los casquillos que aún aparecían en el barranco eran de ametralladora Hotchkiss pero también de subfusiles Labora. Así entendió la importancia de que los hijos de quienes dispararon unos hicieran pareja de mus con los de los que vaciaron los peines de la otra.
Aunque había tomado posesión de su plaza con la alegría coja de cambiar una febril rutina de cláxones y sirenas por amaneceres de gallo y tractor, terminó acostumbrándose al café de puchero, a las arañas zancudas que habitaban entre las vigas, al escrutinio de las abuelas que sacaban a la calle sillas con asiento de paja, a no cerrar con llave, al coro del lavadero y a la brasa de cigarros liados bajo el ruedo de una boina. Le cogió gusto al ritual de la matanza, al vino recio que rascaba la garganta y al cuajo de la leche recién ordeñada, al repicar de campanas y a polemizar con un cura que llegó desde otro valle de lágrimas con su sotana a prueba de ortigas. Hizo suyas historias como la de aquel pastor al que por rumiar hierba como sus ovejas se le quedó la lengua verde, o la de otro vecino y su podenco que subieron al cerro para quedarse allí arriba convertidos en piedra y brezo. Se ganó el aprecio del pueblo y el alcalde le cedió, casi regalado, un «dos caballos» que olía a gallina y lana mojada. Incluso dejó de llamarlo revolucionario. El atardecer les sorprendía sentados en la fuente, rodeados de cáscaras de almendras recién partidas y cavilando sobre qué pasaría si los jóvenes seguían marchándose.
La nueva vía dejó de lado al pueblo. Muchas casas vacías se pusieron en venta con sus huertos y nadie las compró. Los tejados y chimeneas se hundieron y de entre los huecos huyeron memoria y espectros. Los campos se abandonaron y no se reunían rebaños. Cuando murió el alcalde el cementerio se había quedado pequeño porque ya no quedaban abuelos. Los padres estaban cansados. Los hijos se iban a estudiar fuera y no volvían. Pasaron años sin que naciera nadie en el pueblo, la campana y las cigüeñas desaparecieron de la iglesia y se cerró la escuela.
Cuando partió el «dos caballos» solo quedaron al otro lado del cerro los niños de la estación que se habían convertido en aquellos padres cansados.
Guardó el pañuelo húmedo y se dispuso a salir del camino. Arrancó con cuidado de no volcar lo que llevaba en la trasera. Junto a la maleta y una guitarra había dos garrafas de aceite, una de vino y varios huevos en un cestillo. Mientras la cinta de asfalto se desplegaba delante del vehículo, su mano se apartaba de la palanca para rozar con los dedos un pedazo de tela doblado sobre el otro asiento. Lo había guardado en el cajón de su mesa durante todos aquellos años, desde que al bajar del tren echó de menos la coma del vocativo en la pancarta que desplegaron sus niños.
Simplemente decía: «Bienvenido maestro».