El mar, el mar: «La carretera», de Cormac McCarthy

Una reseña de Jesús Gella Yago…

«Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez, entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré.» (La carretera, 2006)

Desde mi ventana veo la calle, no muy ancha y flanqueada de árboles, con cierto sabor a pueblo aunque esté cerca del centro de la ciudad. La fachada de enfrente es de color amarillo y una franja de tejas perfectamente alineadas sostiene el cielo azul, erizado de antenas que facilitan la información y las comunicaciones. Pasan vehículos y, desde tres pisos más abajo, el sonido llega amortiguado a través de los cristales. A mediodía se escuchan voces y risas de niños. Vuelven de la escuela en grupos y retrasan decirse adiós, prolongando algún juego a la puerta de sus casas mientras los padres los apremian a subir a través del portero automático.

Cormac McCarthy nos presenta en «La carretera» un futuro en el que el mundo que atisbamos desde nuestras ventanas ya no existe. Los niños no van a la escuela ni juegan, no hay hogares a los que regresar, al cruzar su camino las personas solo muestran recelo, el ruido de un motor anticipa una posible amenaza, la electrónica es un espejismo e impera la desconexión, no existen el orden ni las leyes y el cielo nunca volverá a ser azul. Las fachadas y cristales están caídas y rotos. Los puentes quebrados dificultan la marcha. Poco o nada queda en pie. El paisaje es un interminable yermo horizontal, calcinado y cubierto de ceniza que devora cualquier vestigio de color.

McCarthy no explica en «La carretera» las causas del apocalipsis que ha circunscrito la existencia a huida y miedo. No aclara si la acción transcurre en un invierno nuclear, después del impacto de un objeto espacial o tras una guerra de dimensiones globales. Poco sabemos también de los protagonistas, dos sigilosos nómadas, a los que sigue la narración. Son un padre y un hijo anónimos, ni siquiera los nombres importan ya, que se aferran a la única certeza que parece existir en un territorio destruido, deshabitado y hostil: el trazado de una carretera interminable. Una carretera que, intuyen, conduce al mar. No hay evidencia de ello, pero su convicción es lo único que tienen. Lo demás es silencio, frío, sueños febriles, desconfianza y peligro.

Las voces de la narración suenan tan desoladas como el propio escenario sembrado de escombros y cuerpos abrasados. La angustia y el dolor envuelven el texto y no se despegan de los talones del padre y el hijo que empujan por la carretera un carro de supermercado con sus escasos enseres. Son dos espectros heridos que cada día se despiertan con el único propósito de sobrevivir hasta el siguiente. Los párrafos son breves y las frases cortas. McCarthy sabe que debe dar al lector el respiro necesario para afrontar la intensidad de una novela en la que, en realidad, apenas hay acción. La estructura también marca y acentúa el ritmo moroso, cauto y repetitivo de la existencia de los protagonistas: conseguir alimento, desconfiar y ocultarse de otros humanos, buscar refugio y eludir el peligro que acecha en cada recodo y que, para desesperación del lector cómplice y dispuesto a involucrarse, terminará por alcanzarlos en más de una ocasión.

El laconismo de los diálogos establece y cimenta la más básica y esencial de las relaciones: el padre vela por su hijo, el hijo confía en su padre. El hijo quiere creer que todo irá bien y nada les va a pasar porque, como afirma su padre, ellos «llevan el fuego». Y nosotros también queremos creerlo, necesitamos creerlo, porque pronto comprendemos que el mayor peligro proviene de la propia condición humana. «Homo homini lupus», según Hobbes.

Cormac McCarthy ganó el Pulitzer de Ficción en 2007 por «La carretera». Lo hizo con una novela cuya propia existencia quedaría anulada de darse la circunstancia que narra, como un bucle imposible. ¿Quién habría de leerla si nos alcanza ese futuro?

Cada mañana las noticias parecen prepararnos para la defunción del mundo que conocemos. En poco tiempo hemos sufrido borrascas y gotas frías, pandemias y confinamientos, erupciones volcánicas y guerras, todo exacerbado además por la abrumadora avalancha de información, muchas veces contradictoria y carnicera. Quizá el mundo que vemos por la ventana tenga los días contados y el futuro que describe Cormac McCarthy en «La carretera» sea el que nos aguarda. Puede que eso convierta este momento en el idóneo, o también el más inoportuno, para descubrir o revisitar una novela en la que, a pesar de todo, cabe la esperanza. Una esperanza representada por la frágil seguridad de una cinta de asfalto y el mar como anhelo, como respuesta. El mar, siempre el mar, como destino y salvación.

Así, si un día debemos buscar un elemento firme y fiable que nos proporcione algo de amparo y cordura, quizá recordemos al padre y al hijo de «La carretera» y seamos capaces de encontrar la nuestra. Nuestra carretera, nuestra constante. La novela de Cormac McCarthy transforma al lector. Su lectura podría servir de inspiración para corregir el rumbo e iluminar el oscuro signo de los tiempos. O al contrario, mermado ya el optimismo, como guía para recuperar la esperanza que representa el mar soñado. Y si logramos tocar la orilla, frente a un horizonte inabarcable y prometedor, el final del día nos encontrará exclamando como en la «Anábasis» de Jenofonte: «¡Thalassa, thalassa!».

2 comentarios en “El mar, el mar: «La carretera», de Cormac McCarthy

    1. ¡Muchísimas gracias!
      Ahora sé lo que deben sentir los «influencers»… je je je.
      No puedo desearte «que disfrutes» con la lectura de «La carretera» de Cormac McCarthy, porque más bien es una historia «que se sufre»…
      Pero al menos, confío en que suponga para ti una experiencia perdurable.
      ¡Un saludo!

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