Un relato de Jesús Gella Yago
Si varios peregrinos coinciden en una posada y apoyan sus bordones de avellano contra la pared, las veneras celebramos cónclave. Las más jóvenes, muy blancas todavía y con la cruz del Apóstol pintada como reclamo en tiendas de recuerdos, suelen admirar la profundidad de las líneas que me recorren desde la charnela a la comisura. Y es que ya tengo una edad, podría decirse que soy una venera venerable. Por eso se asoman desde detrás de las calabazas huecas que adornan los bordones y piden que les cuente historias del Camino.
Procedo de un lugar que se pensaba que era el último. Conozco bien esa costa de nombre tan definitivo, detrás de cuyo horizonte el sol se precipita en el océano con una llamarada. Mi primer portador me recogió en un roquedal de Muxía, despojada ya de mi inquilino. Aquel peregrino penitente había completado el Camino con su epílogo hasta Fisterra y, antes de emprender el regreso al pueblecito oscense del que había partido, me fijó a su esclavina como evidencia de expiación. Desde entonces he cambiado muchas veces de portador, de esclavina en esclavina y de bordón en bordón. En varias ocasiones he podido contemplar con sobrecogimiento renovado la fachada occidental de la catedral antes de abrazar al Apóstol en su camarín. Pero a lo largo del tiempo también fui herencia, tintero, curiosidad de bric-à-brac, ornamento de chimenea, acomodo de llaves y monedas y, en el que sin duda fue el peor de los tiempos, cenicero y jabonera.
Los padres de mi actual portadora me encontraron en una hostería burgalesa con media pastilla de glicerina en mi interior. Decidieron llevarme en la mochila y me lavaron en el Arlanzón, antes de que ella refrescase la nuca de él con el agua recogida en mi hueco y él le ofreciera de beber a ella. Me prendieron a un nuevo bordón y con ellos volví a la catedral para postrarme ante el sepulcro de la cripta. Nueve meses después nacía su hija. Eligieron su nombre en honor al Apóstol, pero siempre la llamaron por el diminutivo Bina. Y así, en el que sin duda fue el mejor de los tiempos, me convertí en parte de un móvil que colgaba encima de su cuna, después en juguete predilecto y más tarde en recipiente para clips sobre el escritorio donde se quemaba las cejas estudiando.
Durante los últimos años he servido para sujetar planos y pliegos en el despacho de Bina. Cada mañana la he visto llegar dispuesta a seguir comiéndose el mundo, incluso cuando un bulto sospechoso hizo anidar la inquietud en su mirada. Entonces volvió a jugar conmigo entre sus dedos nerviosos, murmurando promesas cuando creía que nadie podía oírla. Por las noches yo la esperaba desvelada en el despacho oscuro hasta que la puerta se abría. Un día entró y sin encender el ordenador me metió en su bolso junto a un informe médico del que solo alcancé a leer la palabra «benigno». Una semana después, fiel a aquellas promesas, Bina me devolvió al Camino.
Les explico a las veneras más jóvenes que Bina es la que ocupa la mesa del fondo y ellas se estiran detrás de las calabazas para verla bien. La que tiene el pelo recogido en coleta, puntualizo.
Me aclaro la voz y les cuento que anoche mismo Bina tuvo un encuentro extraordinario en el Camino. Era el final de la etapa y quiso deleitarse con el rumor de la corriente del Furelos antes de recogerse en este albergue. Acababa de acodarse en el pretil del puente de Sant Xoán cuando escuchó una voz. Sonaba como el rechinar de guijarros bajo las herraduras de un caballo acorazado. Bina se enfrentó a una figura anacrónica, mitad monje mitad guerrero. Usaba sobreveste con cruz patada en el pecho, escarpines y un yelmo abollado que le ocultaba el rostro. El eco metálico impidió a Bina entender sus palabras hasta que, con un gesto inequívoco de guantelete, fue invitada a situarse ante un tablero que se mantenía en equilibrio sobre el pretil. Conocía las reglas y se prestó al juego. El primer cinco llevó su ficha hasta la casilla nueve de un salto, pero un tres la hizo retroceder hasta la seis. Una carcajada resonó dentro del yelmo. La tirada de su contrincante no fue mejor y no pasó de la cuarta casilla. Bina siguió el juego y otro tres la condujo hasta la nueve y de ahí a la catorce. Un inoportuno cinco la obligó a esperar turno. Entonces el monje encadenó tiradas afortunadas hasta situarse a dos pasos del Jardín de la Oca. Bina obtuvo un seis y su contrincante, con un tres, avanzó y retrocedió hasta quedar a una casilla de la victoria. Un punto solitario catapultó a Bina hasta la casilla cincuenta y tres. Sopló en el hueco del puño para conjurar un seis, pero el dado revoloteó sobre el tablero hasta mostrar otro cinco. Apenas había rozado con su ficha la casilla cincuenta y ocho cuando el monje guerrero ya blandía su espada.
Bina no se lo pensó. No había llegado hasta allí para terminar de esa manera. Agarró el tablero con ambas manos y de un golpe hizo volar el yelmo hasta el río, descubriendo una calavera tan monda y sonriente como la de la casilla cincuenta y ocho. Con un segundo topetazo hizo saltar la mitad de los dientes de aquella sonrisa y dejó al monje guerrero buscándolos entre dados, fichas y barro húmedo.
Y esta mañana, queridas, se ha despertado fresca como una lechuga y dispuesta para el desayuno. Hoy llegaremos a O Pedrouzo y de allí, con un obligado alto en el arroyo de Lavacolla, hasta Santiago.
Miradla bien, digo con orgullo a las jóvenes veneras. Es mi portadora y se llama Bina. Va a dar gracias al Apóstol, aunque no hay bulto sospechoso ni casilla cincuenta y ocho que se interpongan en el camino de una mujer como ella.
Muy original. Buenas suerte para el concurso.
¡Muchísimas gracias, pero no ha podido ser!
Ojalá estuvieras en el jurado… ¡Saludos!