Ceniza somos y ceniceros llenaremos: en homenaje a Javier Marías

«Lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno imaginaba como futuro.» (Mañana en la batalla piensa en mí, 1994)

Como inquisidora y fisgona profesional hubiera preferido conocer al Escritor en el despacho donde tantas veces había sido retratado junto a su máquina de escribir Olympia, casi siempre con un cigarro entre índice y corazón izquierdos y la ceja enarcada sobre una mirada de soslayo que podría antojarse altiva pero que a mí, al menos en dichos retratos, siempre me había parecido incitadora, tal vez una invitación al acercamiento y la conversación aguda, da igual si sobre temas trascendentes o más bien triviales. Pero finalmente se acordó que el encuentro tendría lugar en una coctelería del centro, a unos veinte minutos de paseo desde el apartamento del Escritor, y yo perdí la oportunidad de husmear entre los libros que conformaban el abarrotado corazón de unos inabarcables anaqueles que fueron modelo anónimo en revistas y que custodiaban —o custodian, porque quiero creer que aún lo hacen o al menos lo harán durante algún tiempo más— decenas de figuritas de plomo alineadas con anárquico rigor.

Llegué al lugar de la cita con bastante adelanto. La puerta giratoria de la coctelería me depositó frente a la primera mesa, la más próxima al ventanal, y me senté a esperar con mi grabadora y mi libreta en el bolso sin saber todavía —aunque pronto y sin quererlo iba a terminar sabiendo— que una regresaría sin voces fijadas y la otra con tercos espacios en blanco entre mis notas.

El local no era mal escenario para el encuentro con el Escritor. También podría serlo de nuevo para alguna otra de sus futuras novelas, recuerdo ahora con un estremecimiento culpable que así las pensé en ese momento, en número indeterminado, todavía sin publicar, o sin escribir, o aun siquiera sin concebir el germen de un primer párrafo prometedor. Aquella tarde de septiembre parecía haberse citado en barra y mesas una parroquia extirpada de sus páginas pobladas por almas de nombres y apellidos mutables y a veces intercambiados, con profesiones liberales o cometidos encubiertos, de ‘fellows’ y ‘dons’, de diplomáticos y agentes aseados y pulcros en sus maneras, que huelen a colonia fresca, tabaco y buen paño inglés. Me entretuve estudiando con más detenimiento aquel claustro de hombres y mujeres que dialogaban en voz queda por encima de sus cafés y sus ‘gin and tonic’, se diría que con intención de confidencia o incluso intriga, como personajes imaginados o conocidos o intuidos por el Escritor, a la vez españoles e ingleses, o una cosa a pesar de la otra. En sillas y taburetes se veían, casi como resultado de una tramoya perturbadora por lo bien dispuesta, mujeres de belleza templada y brumosa de las que saben disimular su desprecio a voz en grito, penélopes que siempre aguardan y sostienen miradas, y hombres cuyos secretos, fingimientos o delaciones no deberían permitirles, quizá, levantar la suya del suelo. Una corte de desterrados del universo —‘outcasts of the universe’ puntualizaría el Escritor en inglés— que tal vez se refirieran a sí mismos como los que siempre están y esperan —‘we always stand and wait’—. No me costaba asociar atuendos, facciones y actitudes a embajadores, intérpretes o traductores capaces de cometer diabluras en su desempeño, o a escritores al servicio secreto de otro, puede que alguno de ellos poseedor de un título nobiliario de un reino de papel y tinta, o a directores de cine libertinos, o a ‘professors’ oxonienses con habilidad para detectar otras habilidades en sus pupilos y reclutarlos para las filas del MI5 o el MI6, por ser políglotas con el don de la imitación o por saber anticipar nuestro rostro e intención más allá del día de hoy. La puesta en escena era tan minuciosa que incluso localicé, cerca de los servicios, a una muchacha subrayando un grueso volumen de Sterne y a un joven que parecía pelearse en un folio lleno de borrones con el final de un cuento que se le resistía, quién sabe si terminaría siendo aceptado o solo aceptable o desechado por su dudosa índole.

Comprobé mi reloj y fui al lavabo. En el camino me crucé con un hombre en desusado traje de raya diplomática que salía del suyo. A pesar de su atractivo, algo primitivo, sentí un escalofrío como el que provocan algunos reptiles y pensé que bajo el abrigo bien podía ocultar una espada corta y rotunda, de esas que en alemán llaman ‘destripagatos’, para dar escarmiento a un impertinente en el lugar más insospechado, por ejemplo en los lavabos que acababa de abandonar.

Al regresar a mi mesa alcancé a ver la negra espalda de una gabardina que desaparecía engullida por la puerta giratoria. Junto a mi refresco alguien había dejado un alfiler de solapa con la efigie de Shakespeare y, algo completamente incongruente en aquel lugar y en tiempos de humo proscrito, un cenicero con un cigarrillo —‘Ramses II’ o ‘Gudang Garam’, quizá ‘Karelias’— todavía humeando en su borde. Desde la barra una voz me preguntó si era al joven Marías a quien yo esperaba.

—Ha estado el tiempo justo de fumar medio cigarro, apenas un minuto. Acaba de marcharse.

El Escritor se había desvanecido, como la dama de Hitchcock, entre mis dedos. La visión del cigarrillo inacabado me hizo cobrar conciencia de su partida y de que, igual que nada hay más permanente que la muerte, también un minuto puede significar casi una vida entera si se goza del privilegio de suspender y dilatar el tiempo en un encadenado de frases subordinadas, o de comprimirlo y capturarlo y domarlo en varios centenares de páginas.

Me lancé —aunque pueda resultar literariamente exagerado eso fue exactamente lo que hice, lanzarme— tras aquella gabardina que había vislumbrado, que ya no veía y nunca volvería a ver; pero la puerta giratoria me devolvió, una, dos y hasta tres veces, al interior de la coctelería; y no supe hacer nada más que observar con desamparo, casi una sensación de orfandad, a los demás desterrados del universo que me rodeaban y que, afectados a su vez por una ausencia tan inesperada como definitiva, también me observaban a mí. Entonces tuve la certeza de que yo ya nunca sería expulsada del, como se tiende a decir, universo del Escritor. Jamás podré, ni siquiera se me ocurriría intentarlo, evadirme de los dominios de Marías.

No hasta el día del Gran Baile.

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