Joaquín Sabina en Zaragoza. «Superviviente, sí, ¡maldita sea!»

Joaquín Sabina, gira Contra todo pronóstico. Pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza, 6 de octubre de 2023. 21:00h.

La penúltima vez que Joaquín Sabina había actuado en Zaragoza fue en marzo de 2015 con la gira «500 noches para una crisis». Solo dos años después recaló de nuevo en nuestra ciudad, con una doble cita en octubre de 2017, presentando el que hasta ahora todavía sigue siendo su último trabajo de estudio, «Lo niego todo». Estos últimos seis años de desamparo sabinero, pues, se han hecho demasiado largos. Y es que, por si fuera poco que la alargada sombra de la crisis aún siga planeando sobre nuestras cabezas, ahora además usamos con demasiada familiaridad y desenvoltura palabras como pandemia o confinamiento, nos ha tocado estar pendientes de volcanes y terremotos extrañamente próximos, de forma taimada nos toma el pelo cualquier inteligencia artificial mientras con descaro lo hace la precaria inteligencia de quienes aspiran a ser nuestros dirigentes, al aceite de oliva ya no se le llama solo metafóricamente oro líquido, y los telediarios continúan actualizando el devenir de otra guerra en el corazón de Europa.

A pesar de que el signo de los tiempos no se anunciaba tan oscuro y de que contaba media década menos bajo su bombín, en aquellos conciertos de 2017 Joaquín Sabina parecía más empeñado en hacerse viejo que anoche, volviendo una y otra vez sobre el tema entre la melancolía libertina y el chascarrillo dulcamaro. Quizá las desventuras y disgustos que aún estaban por venir para todos, y en particular para el propio Sabina con las consecuencias de su percance en el WiZink Center en 2020 y con la reciente pérdida de varios compañeros y amigos, han sosegado su necesidad de defenderse de la edad. Es como si ya no tratara de interpretar un personaje que le permita burlarla, sino de demostrar que la lúcida y sincera asunción de una realidad que a todos nos habrá de alcanzar ha sustituido a la impostura con tierna, plácida y (¿por qué no?) saludable sensatez.

Y es que indudablemente Joaquín Sabina está mayor, se le ve más baqueteado que al sector senior de su banda, hay mucha noche castigadora y taller remendón en su cuerpo, camina con cuidadoso cálculo por el escenario, se sirve de un taburete o una silla durante todo el concierto y su voz cascada reclama con más frecuencia el amparo de otras voces que le permitan descansar. Sin embargo, todavía persiste en su mirada un envidiable y pícaro brillo. El de quien ha ido al infierno varias veces y ha vuelto para felicidad de muchos y sorpresa de todos. El de quien ha escrito canciones que reúnen a varias generaciones delante de su escenario. El de quien todavía puede armar un repertorio rotundo que es en realidad una banda sonora vital compartida por miles a ambos lados del océano. El de quien es un Cyrano capaz de escribir los versos más hermosos y al que la edad ha vuelto también un poco Christian, algo dependiente del chivato teleprompter que le apunta esas mismas líneas bajo el balcón de la bella Roxane. Pero donde los Cadetes de Gascuña han de demostrar su valía es en el campo de batalla y, en el particular sitio de Arrás en el que se convierte cada recital, Joaquín Sabina sale sin duda triunfante con la pluma del sombrero inmaculada.

Pasadas las nueve anunció el comienzo del espectáculo una recording de la canción Contra todo pronóstico, que da nombre a la actual gira. No hay un nuevo disco detrás que respalde esta vuelta al escenario, solo este único tema y la vocación de confirmar, después de todo, la supervivencia del maestro Sabina. Con chaqueta de rayas y bombín blanco, empezó el espectáculo volviendo la vista atrás con Cuando era más joven, antes de saludar con un impetuoso «¡Buenas noches Zaragoza, buenas noches Aragón!». Desde su taburete convertido en atalaya, afirmó que los «seis años» que llevaban sin tocar en Zaragoza «no hay cuerpo de cantautor que lo resista». Nos propuso que la noche fuera «una celebración» por un doble motivo; porque estaban «a punto de arrancar los Pilares» y porque «esta ola de calor nos va a permitir surfearla y tener un concierto calentito». Aprovechó el momento y el aplauso para recitar un soneto de su prolífica cosecha poética modificando el último verso, como viene siendo habitual en esta gira, para hacer un guiño a la ciudad que corresponda; en esta ocasión, incluyendo una mención al río Ebro.

Encadenó después «Sintiéndolo mucho» y «Lo niego todo», dos canciones construidas en los últimos años mano a mano con Leiva (la segunda también con Benjamín Prado) y que dan en el clavo a la hora de hacer elogiosa exégesis (entre la melancolía y la humorada) de la trayectoria de Sabina. A continuación, un pictórico fondo de venus sabineras proyectadas en la gran pantalla que llenaba el escenario apoyó la interpretación de Mentiras piadosas, que pareció pillar algo desprevenido al público. Con Lágrimas de mármol y su rotunda afirmación («superviviente, sí, ¡maldita sea!») volvimos de nuevo la vista atrás arrullados por el acompañamiento de acordeón de Josemi Sagaste en Cuando aprieta el frío.

Sabina abandonó el taburete para desplazarse hasta una mesita de bar con sillas, situada a la derecha del escenario (visto desde el público). Sentado cómodamente como si se hallara en el bonaerense café Tortoni, reflexionó sobre que «lo peor de cumplir años es que los amigos y compañeros de oficio van yéndose y dejándote solo. Primero fue Krahe, el maestro… luego Luis Eduardo Aute… y hace poco también Pablo Milanés. ¡Y por si fuera poco ahora Serrat se retira!». Afortunadamente, dijo, al menos tuvo la oportunidad de cantar la siguiente canción delante de cierta gran dama costarricense, mirando a sus ojos, antes de que se fuera allá por 2012. Una canción, afirmó, «que no es para llorar la muerte sino para celebrar la fantástica vida de Chavela Vargas«. Acompañado por la fenomenal corista Mara Barros, con los hombros cubiertos con un apropiado chal de color rojo, abordaron Por el bulevar de los sueños rotos sentados a la mesa para terminarla en pie y cogidos de la mano ante una proyección donde podíamos ver a doña Chavela, al propio Joaquín y al gran Luis Alfredo Jiménez.

De regreso a su taburete, Joaquín Sabina anunció «un poquito de Rock and Roll» para introducir Llueve sobre mojado, canción extraída del disco que compartió con Fito Páez en 1998 bajo un título («Enemigos íntimos») que parecía presagiar su tormentosa relación en gira. Interpretada a dos voces con el guitarrista Jaime Asúa, sirvió también para presentar a la banda mientras se proyectaban imágenes infantiles de todos los miembros: Pedro Barceló a la batería, Laura Gómez Palma al bajo, Mara Barros como corista, Jaime Asúa y Borja Montenegro a las guitarras, el histórico Antonio García de Diego a los teclados y el aragonés Josemi Sagaste (de Ejea de los Caballeros y con kilt escocés), al saxofón, flauta travesera y acordeón.

En la canción Lo niego todo Sabina afirma no ser (entre otras cosas) «el Dylan español». Sin embargo, la evolución de su voz, cada más ronca y con dificultades para frasear y alcanzar ciertos tonos, sí empieza a recordar a la del Bob Dylan de las última décadas. Consciente de ello, bromeó asegurando que por esa razón se rodeó de una banda que tuviera no uno, sino tres o cuatro talentosos cantantes. Así, anunció que iba a ausentarse un instante del escenario («pero no se entusiasmen, que vuelvo enseguida») para dejarnos en compañía de Mara Barros, que interpretó una divertida, pícara y sensual Yo quiero ser una chica Almodóvar.

Terminado su número Mara Barros presentó a Antonio García de Diego, que se levantó del teclado con la guitarra al cuello para ofrecernos La canción más hermosa del mundo (delicioso el momento en el que cambió la letra para decir «…un cúmulo, un cirro, una strato» levantando el mástil de su Fender Stratocaster). La última línea se la adjudicó Sabina reentrando al escenario sobre una proyección de la Estación de Atocha, antes de propiciar el gran showstopper de la noche.

Se entiende como showstopper en un espectáculo la parte (sea una canción, un número, un acto, etc…) que provoca tal estado emocional en el público que resulta inevitable detener el desarrollo normal de la actuación hasta que los aplausos y celebración espontánea del público lo permitan. Cuando Sabina, recortado contra un urbanita fondo de ventanas iluminadas y acompañado de la guitarra acústica de Borja Montenegro y el piano de García de Diego, terminó una conmovedora Tan joven y tan viejo, todo el pabellón Principe Felipe en pie le dedicó una larga ovación que el maestro agradeció quitándose el sombrero.

Con la romántica A la orilla de la chimenea, volvimos a desplazarnos hasta la mesita de la derecha, transformada esta vez en lugar de cortejo negociado entre luces de neón y reservados con amor a tanto el beso. Sabina enumeró las diferentes partes del cuerpo de una mujer, de muchas mujeres, de todas las mujeres, para terminar con la sentencia «esa es mi patria, alrededor no hay nada». Frente a él se sentó Mara Barros para compartir Una canción para la Magdalena, dejando algunas líneas al público y terminando, de nuevo, en pie y cogidos de la mano.

Aires de fiesta y rumba soplaron en el recinto cuando de vuelta en el taburete y una Gibson colgada al cuello punteó el principio de 19 días y 500 noches, que fue recibida en pie por el público para celebrar y animar a un más que animado Sabina, sonriente y bailongo en su asiento. A continuación llegó la que para nosotros es una de las más grandes canciones de Joaquín Sabina, que con la voz de Ana Belén rayó en la perfección en 2001. Peces de ciudad empezó con el sutil acompañamiento de las guitarras acústicas para, después de un solo de armónica de Antonio García de Diego, incorporar a toda la banda.

El habitual homenaje a la copla llegó con el derroche de voz de Mara Barros en la clásica Y sin embargo te quiero, a la que se encadenó Y sin embargo… de Sabina, culminada con un solo de guitarra de García de Diego y aplaudida (una vez más) por el público en pie.

Jaime Asúa se acercó a Sabina ejecutando molinetes con el brazo a lo Pete Townshend para incitar a hacer un poco de rock and roll. Llegó así el momento más roquero de la noche con Princesa que, créanme, llegó incluso a sonar algo garajera con toda la banda al filo del escenario, y que provocó que el público se desbordara de las gradas y del fondo del pabellón para inundar los pasillos entre las butacas de la pista.

El ritual del rock se redondeó con una salida falsa del escenario, con Sabina agitando un cachirulo y marchándose cogido de la cintura con Antonio García de Diego.

La tanda de bises fue inaugurada por una versión de El caso de la rubia platino a cargo de Jaime Asúa. Es una gran canción, pero quizá delegar el protagonismo y la voz no sea la mejor idea para encarar la recta final del show ni de conjurar de nuevo la complicidad del público.

Regresó por fin Sabina al escenario, con chaqué y chistera negros y con cachirulo anudado al cuello para la ocasión. Cualquiera puede darse cuenta de que una canción ha trascendido a su autor y época cuando, al sonar, alrededor solo se ven brazos rodeando hombros y cinturas. Así sucedió con la infalible Contigo. El efecto se prolongó, acentuado por sus aires de cantina, con Noches de boda, en una multitudinaria exaltación del amor y la amistad que encontró su guinda (bañada en licor de feria y orquesta) con esa fantasía que es la segunda mitad de Y nos dieron las diez.

Con el sabio (pero no seguido) consejo de la divertidísima Pastillas para no soñar y con Sabina engrosando el sonido de la banda platillos en mano, llegó el final de un estupendo concierto.

La semana pasada saltaron las alarmas en Barcelona cuando en su concierto en el Palau Sant Jordi, Joaquín Sabina pareció insinuar que posiblemente se tratara de su última actuación en dicha ciudad. Pronto se dedujo que aquello podía ser el anuncio de una inminente retirada, de que esta gira (hasta donde se prolongue) pueda ser la última. Si desafortunadamente fuera así, la gira Contra todo pronóstico sería una despedida más que digna a pesar de achaques y obstáculos.

Pero ese brillo que mencionábamos antes sigue instalado en la mirada de Sabina. Se ha probado de nuevo bajo los focos en grandes recintos y sin duda sabe que repertorio y artista han salido airosos. Con este concepto de espectáculo ha confirmado que, si él no se levanta del taburete, ya será el público quien se ponga en pie. Si su voz se rompe, serán miles de gargantas las que den refugio a sus versos.

Si para vivir hasta los cien años a Joaquín Sabina no le quedara un día más remedio que tomar esas malditas pastillas para no soñar, tampoco tendría que preocuparse. Basta con que él ponga la música, las canciones y toda la historia que se intuye bajo el ala de sus sombreros.

De soñar, para traerlo una vez más de vuelta sobre el escenario, ya nos ocuparemos nosotros.

¡Gracias maestro, que nunca nos falte!

Deja un comentario