Desde que desapareció, cada jueves he tomado un taxi hasta la casa abandonada de Richmond. El criado me confió la llave cuando tomó la decisión de darse por despedido. Después de una rápida inspección sacudía el polvo de los sillones y me sentaba a leer un diario, despachaba varios cigarros en la sala de fumar o registraba por enésima vez el laboratorio sin encontrar nada que anunciara el regreso del propietario.
A la una… A las dos… ¡A las Wells!
